miércoles, 19 de enero de 2011

Con todo el mar






No hay nada más sombrío que una noche de mar sin luna, ni más triste que una embarcación navegando clandestina sin escuchar el chapoteo de los remos en la superficie del agua. Cierro los ojos porque no quiero contemplar como se diluyen las luces a popa. Mi madre y mis hermanos ya me esperan. El patrón nos dice que el viaje será corto. Apretados, quince viajeros nos acomodamos en la barca. A mi lado se sienta la mujer embarazada; dos más, acunan a sus bebés como pueden, el resto somos jóvenes ghaneses. Las primeras horas busco las constelaciones que descubrí en la aldea y que no contemplo desde que nos trasladamos a la ciudad. 
El amanecer despunta por el horizonte, donde pronto llegaremos; y el sol se iza hasta caer furioso sobre nosotros. Los niños lloran sin parar y el zarandeo, primero, y los golpes del viento contra las olas, después, comienzan a subir y a bajar nuestros desiertos estómagos hasta la náusea.
El agua dulce caliente sabe a gasóleo y lo que en un principio era cosa de dos lunas se fue alargando a cinco despiadados soles. Para entonces, el último chocolate derretido va a parar a los niños y el resto nos observamos como leones antes de saltar sobre la presa, como si cada uno ocultásemos un pequeño tesoro de provisiones. La fiebre, la deshidratación, el horizonte que nunca se acerca va minando a los más débiles y al sexto día, dos hombres caen a babor. Apoyo la cabeza en el borde de la barca porque ya apenas me sostengo. Ya no escucho voces, ni gritos, ni llanto; sólo el rugido lejano del motor. Creo ver diminutos lunares luminosos, sueño, tal vez, sueño. Recupero las últimas imágenes con mis hermanos rescatando hierro entre las toneladas de materiales rotos que nos envían los del primer mundo. Separando neveras inservibles, computadoras acabadas, televisores sin canales…apilados en decenas de hogueras derritiendo el plástico para sacar el metal. Desparramados por el viejo y, ya ausente, cauce del río, donde un día navegué con mi abuelo. Allí, una tarde, me prometí alcanzar Europa, donde todo este cementerio de artefactos inútiles, se puede adquirir en pleno funcionamiento. Sólo tenía que llegar. El fogonazo de los primeros rayos de la mañana y un griterío alejado, y al mismo tiempo, ruidoso me despiertan. A escasos sesenta metros descubro unas rocas junto a una playa desde la que unos bañistas bracean y parecen indicarnos que nos lancemos al agua. Algunos obedecen y se tiran sin más, los veo chapotear, hundirse, volver a salir a la superficie y desaparecer definitivamente. Todos abandonan la embarcación. Intento zambullirme, pero mis manos se agarran desesperadamente. No sé lo que me ocurre, lo intento una vez más pero para entonces, ya es tarde. Una sigilosa corriente me aleja de una tierra de donde emerge una inmensa montaña. La elevación queda atrás y aquí estoy, frente al mar, en medio del mar, con todo el mar.

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