domingo, 23 de enero de 2011

Noche de taichi

La luna licuada brilla temblorosa sobre la superficie del mar. Llega hasta la orilla de la playa el lametazo constante del agua salada sobre la arena. Mis amigos me reclaman junto a la fogata y las olas enredándose entre mis pies me retienen. Giro, y sus siluetas, entre rojizas y oscuras, se recortan en una noche de julio como esta. Chapoteo, juego a pisar las olas y padezco una extraña sensación: volver con ellos y estar sola.
Han pasado treinta años y escucho sus voces mientras alineo mi cuerpo, abro el pie izquierdo y formo una bola imaginaria entre mi mano izquierda, a la altura del abdomen y mi mano derecha, hacia abajo, frente al pecho. Elevo la pierna y la dirijo hacia la diagonal y comienzo acariciando la crin del caballo. Cuando me dispongo a extender mis brazos como una grulla blanca, Carlos cuenta su proyecto de viajar a Berlín Oeste a aprender alemán, Jorge repetirá C.O.U., Marina tiene claro que lo suyo son las Matemáticas, Sara se dedicará al Arte, Jesús seguirá en la carpintería de su padre…
Las burlas, los chistes fáciles, los rostros sonrientes, vienen y van al ritmo que marca la marea. Y de pronto todos me miran y Marta se percata que estoy varada en los labios de Raúl que acaricia a Ana en la mejilla. Marta actúa rápido y me pregunta ¿y tú que harás? Buscar a Julio Cortázar, respondo, y todos se ríen. Menos Raúl y Ana, que están a lo suyo.
Acaricio la cola del gorrión, moviendo manos y piernas, en esta noche de mar y voces e imágenes que se deshacen en la pausada lucha oriental. Marcos está sentado a mi lado, va a decirme algo pero su mirada oblicua, a lo Paul Verlaine, se lo impide. Se levanta, se aleja del grupo y anda en paralelo al mar, con las manos en los bolsillos. Fue la última vez que lo vi. Su muerte me sorprendió en Palermo, el Palermo de Buenos Aires, mientras seguía los pasos del tal Julio.
Látigo simple, y con mano de nube quiero apartar el sonido del agua rozándose sobre la arena. Cuando el venerable anciano está a punto de cerrar la puerta, después de golpear y limpiarse la sangre, me inclino sobre el mar y con las manos, a modo de cuenco, recojo el agua y la devuelvo lentamente. Mis adolescentes se reducen a cenizas que los alisios esparcen en esta noche de andar como un gato, para que el sonido de la mar lejana, de aquella, de hace tres décadas arribe ruidosa.
Respiro hondo y vislumbro, sobre la línea que separa el cielo del mar, un barco que singla en la noche hacia puertos donde tal vez sus pasajeros nunca se detendrán.

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