domingo, 29 de mayo de 2011

Buenos Aires 1929

Siempre te espero sentada en el ambigú frente a una copa de Chartreuse verde. Te abres paso rasgando la nube blanca que envuelve la sala. Me gusta cuando llevas la chaqueta cruzada y el sombrero negro, ligeramente ladeado, y ese cigarrillo viajero entre los dedos y tus labios. Observas el lugar como se despliega el periscopio de un submarino: sigiloso y rolando lento. Tiemblo por si las velas de mi barco no se registran en tu campo de visión y todo me da vueltas como si estuviera atrapada en una puerta giratoria y, antes de sucumbir al mareo seguro, tu sonrisa me ancla a ti. Entonces desenfoco tu imagen y me pierdo en las parejas que hilvanan los primeros pasos de un tango. Transporto los compases de la música a la superficie de la mesa a través de mis dedos danzarines. Y ya percibo tu olor a tabaco de Virginia antes de que levantes el sombrero y me tiendas la mano. Y bebo el último sorbo del licor francés. Mis ojos, ahora sí, se refugian en los tuyos, negros como las noches de tormenta y brillantes como el Río de la Plata cuando mece a la luna llena. Tu mano rodea mi cintura y la mía se aferra a tu hombro; sigo tus pasos seguros mientras el bandoneón me lleva a susurrarte al oído que el mundo somos tú y yo. Entra tu pierna y la mía sube, entre las tuyas, como gata atrevida mientras te cuento que el cielo es mi nuevo arrabal. Y tus labios se despliegan cómplices de los míos. Entrelazadas las manos, recorro las esquinas de nuestro refugio. Y mi rostro y tu rostro cuando se rozan perecen desafiar los malos presagios. En el Norte, Ricardo, los hombres de negocios se lanzan por las ventanas y la pobreza y la guerra están apostadas en las cercanías de América y Europa, pero a tu lado viajo por esta pista de baile, como en un aeroplano, rumbo a las nubes. Me llevas, voy, te arrastro, me giro entre tus brazos muralla, me elevas, me persigues, te abandono, me buscas, te encuentro y te revelo, entre las notas del piano, la trama de los violines, y los pasos de tango, que el último minuto puede llegar ya, cuando quiera.




domingo, 22 de mayo de 2011

Detrás del silencio

La mañana que murió Sarito Ramos caía una lluvia dispersa. No provenía de las nubes, ausentes aquel mayo de principios de los setenta, bajaba salada por las mejillas de los mayores. Mamá terminó de colocarme los lazos en el pelo y desde el patio se vislumbraba el mar en el horizonte, y un velero luminoso que parecía anclado sobre las aguas. Salí a la calle, una vecina me preguntó si ya la había visto, ¿a quién? y esposó su mano a mi muñeca y me introdujo en el zaguán de la casa donde tanto había jugado con Saro. Murmullos, gemidos y llantos se abalanzaron sobre mí, a medida que iba penetrando en los lugares comunes. Me arrastró a una habitación donde la madre se mecía los cabellos y el padre parecía estar bajo los efectos de una gran borrachera y entonces la vi, inánime, envuelta en un vestido blanco, embutida en un ataúd del mismo color.

domingo, 15 de mayo de 2011

Tardes en Bórcor

Regreso a Bórcor. Allí, cuando el aire huracanado y amarillento del desierto del Sáhara sobrevuela el pueblo, los alisios, que se tienen por vientos limpios, cristalinos y húmedos, se retiran y se ocultan detrás de las laderas. Y esperan, pacientes, a que el último fragmento caliginoso se desvanezca. Entonces, se elevan por encima de las montañas y descienden por los valles, rugiendo como piedras que el agua arrastra por el fondo de un barranco, azuzando los pinos, salpicando gotas de lluvia horizontal, cimbreando tajinastes y retamas.
Conduzco por la carretera angosta, ondulándose entre lavas y pumitas, que trepa hacia las montañas y me adentro por las calles que me devuelven veinte años de ausencia. De guardar Bórcor entre los vestigios de una ciudad perdida y buscada en la lejanía. Hubo días que dudé de su existencia, de si necesité inventarme un lugar secreto que ocultaba mi origen. Los laureles de indias siguen agolpados en el centro, junto a la iglesia, las vías y las plazas asaetean mi nostalgia y las nuevas urbanizaciones invasoras de tierras de pasto y juegos se levantan como látigos que hieren mis recuerdos.
Me acerco al parque donde consumí tantas horas de niñez y adolescencia. Ando los senderos del silencio, la mirada furtiva, cazadora de un instante, depredadora de pensamientos, de preguntas huérfanas de respuestas. Y emerge aquella tarde en la que el viento se enredaba entre los árboles esquilmados por la férrea dieta del otoño y las hojas secas de arce alfombraban el suelo. Fue la última vez que lo vi. Lo esperé impaciente en mi banco, del que tomé posesión cuando fue abandonado por una pareja de amantes, con un libro de poemas de Luis Feria entre las manos, simulando que leía. Cerré el tomo y como el farero que aguarda el chapoteo del último barco antes de que la noche se vuelva amanecer, escruté detenidamente los caminos y allí apareció del brazo de su mujer. Él no se percató de mi presencia, como siempre. Yo, en cambio escuché el crujido de la hojarasca bajo sus botas. Hoy camino sobre las hojas caídas por si la extraña melodía de aquellos otoños me devuelve la presencia fugaz del que decían era mi padre.

domingo, 8 de mayo de 2011

Esquina a Corrientes*

La mirada que me observa desde el otro lado es la mía, la identifico aún después de sesenta años. Sin embargo, las facciones cinceladas por el punzón del tiempo, me resultan extrañas, ajenas a la imagen que guardo de mí. El pelo deslavazado y blanco como los Andes, en nada se parece a la melena rubia y abundante que desplegaba, hace tan sólo tres décadas, cuando sorteaba las mesas del Bielsa para alcanzar el rincón donde se encontraba Hugo, cebando mate. Ya no me reconozco en esos raíles de tranvía abandonado que flanquean mi entrecejo, ni en las líneas superpuestas, a modo de baldas, que suben desde mis cejas hasta el extremo norte de la frente. Ahí está la de mi hijo Fernando, y la de mi nena Florencia es sólo una ligera incisión, discreta como ella. En cambio la de Hugo, preside la parte alta de mi rostro, fue la primera en hendirse y permanecer grabada desde aquel diciembre de 1976. Es el único faro invisible que existe pero que está acá, en mi cara, buscándole permanentemente.
A veces, las dudas me cercan, actuando como cíngulos que amenazan con estrangularme ¿y, si como le ocurrió a mamá, la luz vigía se apaga?¿y si su enfermedad se quedó agazapada detrás de este espejo, en su azogue cruel, o bajo la cama, o en una gaveta de la cómoda o en el sillón en el que permaneció exiliada en su territorio de desmemoria?¿y si el mal se esconde para darme el zarpazo, tumbarme las palabras, suprimirlas, secuestrarme los recuerdos, los hijos, reducirme la vida entera a la nada? No, la muerte reciente de mamá aún me afecta. Acudo al living donde Raúl celebra un gol frente al televisor.