jueves, 27 de septiembre de 2012

La visita




Lucila apartó los escasos rizos amarillentos que caían lánguidos sobre su frente. Las venas cruzaban el dorso de la mano como un ramal de ríos turbios, bajo una piel rosácea y acartonada. Durante unos segundos la mantuvo suspendida en el aire, como si fuera a comenzar un discurso, pero la dejó caer sobre el regazo. Yo no disponía de mucho tiempo pero debía esperar a que me hablara. Su lucidez era intermitente. Recibía las visitas, recostada sobre un gran sillón de mimbre, con las piernas apoyadas sobre un escabel. Su cuarto permanecía iluminado por una decena de velas rojas. La anciana, traficante de espíritus desde la pubertad, vivía recluida en el 112 de la Avenida de los Pinos. Empeñada en concertar citas entre los vivos y los del más allá a cambio de una generosa voluntad. Nervioso, aguardé a que Lucila me concediera audiencia. 
Transcurrió la mañana. Por la tarde me entretuve en el jardín. Contemplé la lluvia que caía mansa y se hacía gotas entre lirios y crisantemos. Sólo cuando en el cielo se mezclaron jirones de nubes negros y grises, me mandó llamar. Me senté a su lado. Me quité el sombrero. Sus ojos acuosos y sanguinolentos se clavaron en los míos. 
—Soy Damiano Nicolás. 
—Lo sé. 
—Desde hace un año un espíritu me sigue y quiero saber quién es
—¿Lo ha visto?—me preguntó. 
—No. Tengo que averiguar dónde vivía y contactar con alguien que lo conociera. 
—¿Te ha hecho saber si tiene qué cumplir una vieja promesa?
—No, deseo aclarar una grave confusión. Todo empezó  en el aeropuerto, el día que iba a embarcar para reunirme con mi familia y me retiraron el pasaporte. Mis cuentas corrientes y tarjetas fueron bloqueadas. Mi nombre y mis datos desaparecieron de los registros. Inicié, entonces, un largo peregrinar por ventanillas, oficinas públicas,  registros civiles... Hasta mi escribanía fue clausurada. Hay otro, posiblemente uno de tus clientes, que se ha apropiado de mi identidad. Usted debe saber a quién me refiero. Quizá su mujer haya venido a pedir su intersección para comunicarse con él. 
Lucila sopló las cinco velas que tenía a su lado. La habitación quedó en penumbra. Sus labios amoratados y su rostro  apergaminado relucían en la oscuridad.  Miró hacia el techo como si de allí descendieran sus conocimientos. Suspiró hondo, me apartó el sombrero y sus manos frías estrecharon las mías. 
—Aquí, regresan todos y el 112 de la Avenida de los Pinos —la anciana ya acusaba el paso del tiempo—, es ahora tu residencia.
 —Lucila, usted se equivoca,  esta es la suya.
— Sí, y también, es tu casa desde hace un año.



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lunes, 17 de septiembre de 2012

Nostalgia



Podía cortar los días con un cuchillo y seccionar las horas con un bisturí, pero era incapaz de retener aquellos sonidos. Ni rescatarlos cuando el presente se volvía tedioso.
Un extraño mal afectaba a algunas mujeres de mi familia. Padecíamos el síndrome del olvido fragmentario. Mi abuela recordaba el día de su boda pero no con quién se había casado. La tía Jimena no paraba de preguntar quiénes eran esos niños que correteaban por la casa. Mamá se fue a  América y nunca regresó porque en su mente naufragó el nombre del puerto del que zarpó. Mis hermanas Adela y Bony olvidaban sus amores y cambiaban de amantes en una sucesión interminable.  
Mi pasado huyó por el espejo retrovisor a los treinta años. Conducía por la angosta carretera flanqueada de eucaliptos y flamboyanes encendidos que llevaba a Bórcor. En la radio se coló Nostalgias. La melodía y la letra sonaron como el grito de un bandoneón cuando se abre y cae sin mano que lo sostenga. La memoria desafinó. Las canciones escalaban a mi oído solitarias sin nada ni nadie a quien evocar. No hubo aria, bolero o tango que pudiera enlazar a una mirada, al roce de unos labios, a las sábanas de noches furtivas, secretas o irrepetibles. Un desierto musical empedró mis recuerdos.
Viajé a Nueva York porque era la ciudad donde los ruidos no dormían. Las sirenas de bomberos, policías y ambulancias se mezclaban en un coro que clamaba a distintos ritmos hasta el amanecer. La repetición de cada noche simulaba memoria. Una tarde en Bryant Park leí la noticia de un tratamiento experimental para los aquejados del olvido fragmentario. No tardé en sumarme al proyecto como paciente voluntaria. En las primeras semanas apenas noté mejoría. Encerrada en una habitación escuchaba sin cesar relatos de amores rotos, traiciones y, lo más asombroso, deseos de olvidar. Hasta que en una sesión larga de blues sentí una punzada en el pecho. Luego fue una opresión y días más tarde una insoportable tristeza. Al mes, recostada y con los ojos cerrados el tango irrumpió, me rodeó y sentí sus pasos entrando y saliendo de mi memoria. Entonces sonó Nostalgias y caminé por una calle mojada. Un aire frío arrastraba a la niebla. Las luces de la noche aún nadaban en los charcos. Pasé a su lado. Esperaba a alguien delante del Café de la esquina. Su mirada excavó la mía y los labios prohibidos regresaron para herirme de nuevo. Un instante donde su aroma a tabaco avivó en mi piel aquellas horas clandestinas. Y sentí deseos de refugiarme en su cuerpo como un rescoldo se enciende entre las cenizas. Quise dar la vuelta y romper aquel adiós que nos dimos. Pero al pasado no se regresa, solo se recuerda.
Me había curado del olvido pero padecería para siempre de nostalgia.


Nostalgia es la entrada número cien en el Buenos Aires 1929 Café Literario. Quiero agradecer a todos por su presencia, por sus comentarios o por sus lecturas anónimas que han  permitido que este espacio literario, que nació con una intención muy minoritaria, se haya ampliado y enriquecido.
GRACIAS A TODOS




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martes, 11 de septiembre de 2012

Los colores de la memoria de Edvard Munch


Abrir la primera página de  Edvard Munch: el alma pintada es dar el primer paso por el vestíbulo que conduce a las salas que iremos recorriendo y contemplando la obra, la vida y la evolución constante del  pintor noruego. Es un compacto bastidor sobre el que la autora, Fuensanta Niñirola,  ha extendido un lienzo sobre el que ha trazado con finas pinceladas de historia, literatura, biografía, lugares y paisajes, movimientos y técnicas artísticas el escenario y los interiores de un creador trascendental en el arte de la última centuria, pero también ha dibujado la panorámica de una época convulsa donde bullían y germinaban tendencias, corrientes, autores y artistas con sus crisis, sus luces y sus manchas oscuras. Enmarcado con precisión y amenidad.
Comentó en una entrevista Federico Fellini: me hubiera gustado hacer cine en 1920, haber tenido 20 años entonces. Haber podido aprovechar la época de los pioneros. Este privilegio lo tuvo Edvard  Munch que nació en 1863, momento en el que en París el movimiento impresionista que se está fraguando corta las amarras con el arte academicista y se lanza al mar de la experimentación de  una nueva manera de concebir la pintura tanto conceptual como técnicamente. De estas fuentes primigenias se nutrirá Munch y con mayor hondura, a partir de su primera visita a la capital francesa en 1885, del expresionismo de Van Gogh, Ensor y sobre todo de Gauguin. Coetáneo del puntillismo de Seurat, del expresionismo alemán de Die Brücke y Der Blaue Reiter a quienes influirá, del fauvismo francés, del cubismo, del surrealismo con quien guarda cierta coincidencia onírica. Pero también la literatura ejerce una gran importancia en su obra como Dostoievski, Baudelaire, Mallarmé a quien conoce y retrata o los dramaturgos nórdicos Strinberg e Ibsen. La música baila entre sus colores en algunos de sus lienzos. En palabras de Fuensanta Niñirola, Edvard Munch es un artista independiente, personalísimo; un jinete solitario, una estrella que brilla sola en el firmamento del arte europeo, aunque no exento de influencias y ligazón en su paleta y estilo.
Es un pintor donde vestigios del romanticismo pictórico, ciertas pinceladas del realismo, el impresionismo, el expresionismo y el simbolismo confluyen con otros estilos. Pero es el simbolismo la constante en su obra. En las líneas, la luz, las pinceladas finas o amplias, sueltas o medidas, los colores, el uso del color –apunta Niñirola- es simbólico en Munch por lo que resulta muy subjetivo y a veces difícil de interpretar. Una cara verde sugiere sufrimiento o angustia, mientras que una cara roja simboliza ira o muerte.  Y se advierte claramente en los temas representados: la vida y  la muerte. El erotismo, el sexo, la mujer poseen una dimensión simbólica y metafórica, más que psicológica. Sus obsesiones acentuadas por las crisis nerviosas, agravadas por el alcohol, forman parte de sus cuadros. La autora teje a lo largo de seis capítulos la compleja personalidad del pintor con su producción artística, enfocando miradas y perspectivas desde las que el lector puede ver y admirar  o profundizar en sus cuadros y sus múltiples versiones y series. Intercaladas estratégicamente encontramos fichas que definen movimientos artísticos, técnicas y materiales, la relación artística del pintor con el dramaturgo sueco Strinberg, escritos de Munch extraídos de sus Diarios y  su vinculación con la fotografía.
Pronunciar el apellido Munch es visualizar un Grito angustioso, de un clamoroso silencio que se expande por el lienzo y que resuena como un eco en el interior de quien lo contempla. Es la obra insignia que suele ocultar al gran público una ingente producción de igual o superior intensidad y calidad que Niñirola nos va desvelando paso a paso con rigor y plasticidad. En el desolado panorama bibliográfico de obras que analicen la trayectoria vital y artística de Edvar Munch en nuestro país, este pormenorizado y desmenuzado estudio nos acerca de una manera didáctica y placentera a las claves artísticas y personales del autor atormentado por sus fantasmas familiares y su incapacidad para relacionarse con los demás. Su soledad no derivaba de una marginación social sino fue una elección del propio artista. Él era consciente de que cualquier aceptación implicaba renuncia. Apunta Niñirola, Munch está convencido de que no hay alegría sin dolor, que son dos caras de la misma moneda.
El legado de Munch se centra mayoritariamente en su prolífica obra reunida en gran parte en su Museo de Oslo y en multitud de soportes derivados de las variadas técnicas que empleó desde óleos, litografías, aguafuertes, xilografías, fotografía, etc. y en su influencia en el arte posterior tanto en la pintura como en el cine.  Es el caso del cine expresionista alemán o en ciertas composiciones de Igmar Bergman. Sin olvidar su importante relación con el teatro y la literatura. Y que llega hasta el arte actual. Un ejemplo lo encontramos en el pintor inglés David Hockney (Bradford 1937) que emplea el recurso de la memoria para pintar en su estudio. Munch escribió al respecto un siglo antes: No pinto lo que veo sino lo que vi.
La portada la ilustra Vampyr donde una mujer hunde sus labios en el cuello de un hombre, es un símbolo de lo que este libro ejerce sobre el lector. Extrae su atención apasionada sobre Edvard Munch, su obra y su entorno tan convulso, inestable, cambiante, vanguardista como el propio pintor. Siguiendo la línea pictórica de Munch, la autora traza líneas concéntricas en perspectiva, diagonal o combadas que nos van llevando al núcleo, a la esencia del pintor noruego. Un libro de arte que se lee como una novela.
Fuensanta Niñirola está estrechamente vinculada con el Arte y la Literatura.  Licenciada en Filosofía y Letras y en Bellas Artes, ha trabajado en su obra artística y ha impartido docencia en artes plásticas. Es diseñadora gráfica, ilustradora en papel y medios digitales y crítica literaria. Sus análisis y reseñas bibliográficas aparecen en revistas, portales web  y en su blog La hora azul bajo el seudónimo de Ariodante. Ha publicado relatos en libros colectivos como en El desván de las palabras, Cuento de otoño y otros relatos  y en Nueve relatos y un cadáver.
Datos del libro:
Título: Edvard Munch: el alma pintada
Autora: Fuensanta Niñirola
Editorial:  Ártica, 2012
ISBN: 978-84-938792-3-5
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lunes, 3 de septiembre de 2012

Volverá


La guirnalda de luces que me lanzó Fabián  estuvo a punto de caer sobre la cabeza de la abuela que dormía en la terraza. En un movimiento de malabarista la atrapé pero una bombilla verde acabó rota. Una fina lluvia de partículas atravesadas por la luz de la tarde tintinearon a su alrededor. Abrió los ojos y su mirada ausente se fue al mar. Como un periscopio rastreó la superficie y se ancló a un velero que reverbera en la distancia. ¡Volverá! exclamó y se abandonó en las redes de su sueño. Aún recuerda al abuelo aseguró mi primo al que azucé para que se diera prisa. La inauguración de la casa sería dentro de unas horas y aún quedaban adornos por colocar. Hortensias en los muros, palmeras enanas en los rincones, jarrones de jazmines, orquídeas y esterlicias, y mesas de mármol estratégicamente dispuestas con vistas al océano o en el interior luminoso y acristalado del salón. Las bebidas bajo la temperatura adecuada, los canapés a punto de llegar con un servicio de camareros y mi marido en su despacho revisando sus aburridos pleitos. Presumía que nuestro chalet se construyó gracias a sus dilatadas horas en los tribunales. Como si mi tienda de decoración interior no contribuyera a edificar un sueño ganado al mar. Sí, la idea de domesticar las olas que reptaban por las rocas fue mía. Descubrí desde un barco la cala sin playa y como una aparición divina visioné una cascada de casitas descolgándose por el paisaje escarpado. Sería un nuevo Positano. Mis amigos se rieron de la idea y mi marido levantó la ceja con desdén. Un año después aquel terreno yermo y baldío se fue vistiendo de una arquitectura marinera. Una urbanización que vista desde el mar simulaba un trasatlántico azul y blanco atracado en la roca. A la que añadimos un largo pantalán de hormigón y madera, una pequeña playa de piedras protegida por una escollera y censores que ahuyentaban a las molestas gaviotas.
Los invitados llegaron a la puesta del sol. Sentados o de pie, en corrillo o solitarios y con una copa en la mano contemplamos los rayos rojizos que se fueron zambullendo en el horizonte azulón y grisáceo. La noche entró cuajada de estrellas y decidimos apagar las luces y dejar solo las antorchas. La abuela Celina desde la terraza de su habitación navegaba por sus mares interiores y de vez en cuando gritaba ¡volverá!
Astrud Gilberto silenció el murmullo de las olas deshaciéndose contra la escollera y pronto nos sumimos  en la algarabía de la fiesta. Bailando la conga la casa vibró bajo nuestros pasos. Cuando la música se detuvo la urbanización entera temblaba. Nos miramos intentando averiguar qué ocurría. Un rugido ronco de alimaña herida se propagaba por los cimientos de la edificación. De las tuberías y desagües comenzó a manar una densa espuma. Surtidores de agua salada brotaban de las paredes. Las habitaciones se inundaban como camarotes de un barco que zozobra. Se desató una estampida general, arramblando mobiliario, decoración y plantas. Rompían ventanas, desgarraban puertas y como náufragos sin chalecos salvavidas trepaban por el acantilado. En la desesperación por encontrar la salida y alejarnos cuanto antes del lugar olvidamos a la abuela. Su antorcha aún permanecía encendida en la terraza. Mi marido y yo regresamos en su búsqueda. No fue fácil acceder, el agua entraba en oleaje a su habitación. Tratamos de convencerla pero como un viejo capitán de barco se negaba a abandonar su puesto. Tiramos de ella. Abuela que el agua sube por las grutas submarinas y la urbanización se hunde. Ha vuelto musitó, el mar ha vuelto.
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