domingo, 18 de marzo de 2012

Los cuentos de Dácil


Levanté la mirada del microscopio y percibí al otro lado de la ventana la noche oscura como una galaxia sin planetas ni constelaciones. Me apresuré  a anotar los últimos datos y registros. Si no me demoraba un minuto más llegaría a tiempo de leerle un cuento a Dácil y brindar con Alberto por mi treinta y cinco cumpleaños.
Coloqué cuidadosamente el instrumental esterilizado,  separé la cantidad necesaria y guardé el resto de los cultivos en el frigorífico.
Salí disparada al pasillo. La percusión de los tacones sobre las baldosas me acompañó hasta el ascensor. Un cartel pegado en la puerta advertía que estaba fuera de servicio. Me aguardaba un largo descenso de nueve pisos. Los peldaños permanecían en penumbra y los descansillos eran apenas visibles por una tenue luz de escasos vatios. No sé cuántas plantas me quedaban para alcanzar la salida pero al sonido de mis pasos se añadió otro más lejano. Miré hacia atrás pero no vi a nadie. Aceleré la bajada. Salté los escalones de dos en dos y algunos de tres en tres. Me detuve un instante y solo escuché el resoplido de una máquina  de   vapor que palpitaba en mi pecho. Reanudé la marcha y volvieron las pisadas fuertes. Me tranquilicé pensando que alguien más se había quedado trabajando. Giré y esperé el encuentro. Un desconocido bajó las escaleras con las manos en los bolsillos del abrigo. Su rostro moteado de sombras se aproximó. Frente amplia, hilvanes del tiempo en torno a los ojos y una cabellera en vías de extinción. Sujeté el bolso como arma de defensa. Sé que aquí está prohibido fumar pero no va a decir nada. El humo blanquecino y el tabaco ardiendo iluminaron su nariz ancha como un helipuerto. Permanecí expectante. Quiero que me acompañe de nuevo al laboratorio. Imposible, mi hija me espera. Lo sé. Un estremecimiento como el rugido del tren cuando atraviesa un túnel recorrió mi cuerpo. Suba usted primero yo la seguiré. Abrí el laboratorio y las luces lechosas nos pusieron al descubierto. Siempre relaciono estos lugares con la morgue. Supuse entonces que estaba ante un loco y corría peligro. Deformación profesional supongo y arqueó las cejas. Debió reparar en mi expresión de máscara griega. Quién es y qué quiere, me desesperé. Es curioso, Ethel, pero nuestros trabajos se parecen. Usted analiza minuciosamente el comportamiento de los microorganismos y yo también investigo pero a otros a especímenes más alargados. La niña en casa, el desconocido reteniéndome, el tiempo que se escapaba como humo de nitrógeno. Le grité. Tranquila. Abra el bolso. No. Hace tiempo que conocemos sus actividades. Cada noche cuando todos se van usted permanece más horas investigando. En realidad trabaja en lo suyo. Me arrebató el bolso y el mundo despareció bajo de mis pies. Está pálida, siéntese. Introdujo su mano y rescató el tubo congelado. En este recipiente de metal, Ethel, se lleva a casa las células madre que reproduce para inyectar a su hija después de los tratamientos de quimioterapia. Y sabe que su práctica va contra la ley.
Observo la calle desde el banquillo de la sala del tribunal. Los jacarandas desnutridas por el invierno mueven sus esqueléticas ramas al silbido de los alisios. Pero solo pienso en la sonrisa de Dácil cuando entraba en su habitación a  leerle un cuento.
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