domingo, 6 de mayo de 2012

Sincopados


Veo aparecer a Alma Valle mientras ausculto los bolsillos del pantalón y de la chaqueta buscando el mechero. Mi cigarrillo sin encender bailotea entre mis labios cuando pasa a mi lado. Nos miramos como dos chacales con cuentas pendientes. Ella entra y se pierde en la algarabía de la sala. Yo aún permanezco unos instantes quemando mis pensamientos en las antorchas que alumbran el jardín. Pero pronto el aire frío que estrecha las calles me empuja al interior. La barahúnda se confunde con el sonido del mambo. El oleaje humano me acerca y aleja de mi mesa. Me uno a ellos  y muevo los brazos y las piernas como mis sitiadores. El ritmo viaja por mi cuerpo entregado ya a la danza caribeña cuando vislumbro la cinta y la pluma en la cabeza de Alma. Los dedos de banana de su último amante aprietan su cintura y ella le sonríe como si mirara a otro. Resultan una curiosa pareja, él vestido como un pretor romano y ella de alegre flapper. Sigo de largo al compás que marca la orquesta en dirección a la barra. Él toma su mano y ella comienza a girar en perfecta sincronía con las notas. Me esfuerzo por romper la muralla humana que baila entusiasmada el mambo número cinco. El pretor descuida el estrado y la chica moderna de los años veinte se zafa de sus manos. Tropieza conmigo y me vuelvo, mi solitario antifaz me delata. Bailamos el uno frente al otro retándonos a un duelo que vengue el pasado. Y pone su mano en mi hombro y yo la mía en su espalda. Nos vamos alejando del romano hasta perderlo de vista. Las parejas de baile nos empujan en su frenética danza  y nuestros cuerpos se juntan. El rugido de los trombones penetra en la sala. Su mirada cae en mis labios y la mía se propaga por toda su piel. El número del mambo, sí, cinco años sin vernos, desde que no acudió a la cita de aquel hotel en Madrid. Cuando las trompetas resuenan se separa y pienso que lo hace para no sentir. La busqué, la llamé pero solo volvió el eco del silencio. La música le obliga a seguir mis pasos. Nos conocimos en el tren de San Sebastián a Madrid y durante unas semanas el mundo dejó de existir. Me acerco a su oído para pedirle cuentas por su incomparecencia y por las promesas incumplidas, pero los pensamientos enmudecen y solo escucho la palabra ¡mambo! en la voz de los músicos. Sus caderas se balancean enloquecidas y mi deseo encalla desorientado en sus proximidades. Agonizan las últimas notas de los saxofones. Nos soltamos para aplaudir. Me giro y atisbo la pluma de Alma acercándose a la salida. Separo, empujo, desplazo parejas para abrirme paso pero cuando logro alcanzarla ya el romano le coloca su toga sobre los hombros. Me acerco, se quita el antifaz, permanezco con el mío, y ante el pretor le miento, aquel día no me presenté en el  hotel porque descubrí que no sentía nada por ti. Sostuvo la mirada, lo supuse cuando me desperté en el hospital cinco semanas después de que un auto me atropellara aquella tarde y nadie preguntara por mí. Baja los últimos escalones y se aleja con el pretor por el camino de antorchas mientras la toga flamea a sus espaldas. El mambo italiano vuelve a poner a bailar a la sala.
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