domingo, 18 de marzo de 2012

Los cuentos de Dácil


Levanté la mirada del microscopio y percibí al otro lado de la ventana la noche oscura como una galaxia sin planetas ni constelaciones. Me apresuré  a anotar los últimos datos y registros. Si no me demoraba un minuto más llegaría a tiempo de leerle un cuento a Dácil y brindar con Alberto por mi treinta y cinco cumpleaños.
Coloqué cuidadosamente el instrumental esterilizado,  separé la cantidad necesaria y guardé el resto de los cultivos en el frigorífico.
Salí disparada al pasillo. La percusión de los tacones sobre las baldosas me acompañó hasta el ascensor. Un cartel pegado en la puerta advertía que estaba fuera de servicio. Me aguardaba un largo descenso de nueve pisos. Los peldaños permanecían en penumbra y los descansillos eran apenas visibles por una tenue luz de escasos vatios. No sé cuántas plantas me quedaban para alcanzar la salida pero al sonido de mis pasos se añadió otro más lejano. Miré hacia atrás pero no vi a nadie. Aceleré la bajada. Salté los escalones de dos en dos y algunos de tres en tres. Me detuve un instante y solo escuché el resoplido de una máquina  de   vapor que palpitaba en mi pecho. Reanudé la marcha y volvieron las pisadas fuertes. Me tranquilicé pensando que alguien más se había quedado trabajando. Giré y esperé el encuentro. Un desconocido bajó las escaleras con las manos en los bolsillos del abrigo. Su rostro moteado de sombras se aproximó. Frente amplia, hilvanes del tiempo en torno a los ojos y una cabellera en vías de extinción. Sujeté el bolso como arma de defensa. Sé que aquí está prohibido fumar pero no va a decir nada. El humo blanquecino y el tabaco ardiendo iluminaron su nariz ancha como un helipuerto. Permanecí expectante. Quiero que me acompañe de nuevo al laboratorio. Imposible, mi hija me espera. Lo sé. Un estremecimiento como el rugido del tren cuando atraviesa un túnel recorrió mi cuerpo. Suba usted primero yo la seguiré. Abrí el laboratorio y las luces lechosas nos pusieron al descubierto. Siempre relaciono estos lugares con la morgue. Supuse entonces que estaba ante un loco y corría peligro. Deformación profesional supongo y arqueó las cejas. Debió reparar en mi expresión de máscara griega. Quién es y qué quiere, me desesperé. Es curioso, Ethel, pero nuestros trabajos se parecen. Usted analiza minuciosamente el comportamiento de los microorganismos y yo también investigo pero a otros a especímenes más alargados. La niña en casa, el desconocido reteniéndome, el tiempo que se escapaba como humo de nitrógeno. Le grité. Tranquila. Abra el bolso. No. Hace tiempo que conocemos sus actividades. Cada noche cuando todos se van usted permanece más horas investigando. En realidad trabaja en lo suyo. Me arrebató el bolso y el mundo despareció bajo de mis pies. Está pálida, siéntese. Introdujo su mano y rescató el tubo congelado. En este recipiente de metal, Ethel, se lleva a casa las células madre que reproduce para inyectar a su hija después de los tratamientos de quimioterapia. Y sabe que su práctica va contra la ley.
Observo la calle desde el banquillo de la sala del tribunal. Los jacarandas desnutridas por el invierno mueven sus esqueléticas ramas al silbido de los alisios. Pero solo pienso en la sonrisa de Dácil cuando entraba en su habitación a  leerle un cuento.
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domingo, 19 de febrero de 2012

Él




Tlatelolco

El mercado de Tlatelolco hervía en aromas, plumajes, en rojos intensos, en añiles, verdes selváticos, amarillos como el oro de Moctezuma. Y en ese marasmo de indígenas, cestas de frijoles y maíz descubrí tu rostro azteca, oval, broncíneo. Quise extender la mano y acariciar  la textura de tu piel, pero turistas japoneses me lo impidieron ávidos por fotografiar este mural de Diego Rivera.

Soluble

Kafka nos miraba desde la portada del libro. Tu voz lamentosa como un bolero caía en cascada entre los dos. Me refugié en tus ojos de océano. Hice senderismo por cada una de las líneas que bordeaban tus labios y después me perdí en el laberinto de tu espesa cabellera. Cuando me encontraron, la cafetería ya estaba vacía y tu rostro ancho se había disuelto en el café.

Mirada

Dicen que el mundo se ha terminado. Que el sol se fugó con las nubes y los ríos se volvieron estériles. Aseguran que los mares se hundieron y las cordilleras se precipitaron laderas abajo. La noche apagó las estrellas y la luna murió. No lo sé. Tus ojos achinados me impiden ver.


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domingo, 12 de febrero de 2012

En el atardecer


Una ráfaga de aire cálido le vuela la gorra de capitán a Ernesto Mendoza. Se tambalea en su barca Mar de Estrellas mientras intenta cazarla al vuelo. A pesar de sus acrobacias y contorsiones no logra atraparla. Cae al agua y navega sin timón arrastrada por la corriente. Su quilla la forman el ancla y los galones dorados. El marinero tozudo intenta pescarla con un garfio pero la gorra surca libre sin nadie que la gobierne. Ernesto rema con las fuerzas de un lobo de mar curtido en las tormentas. El sol reverbera en sus cabellos blancos que se izan como velas. La piel de brea de días de salitre y sol brilla en el ocaso. La gorra singla hacia alta mar y el capitán boga sin descanso. Pareciera que su propia vida se aleja con ella. Pese a los años, y que ya apenas sale a pescar, aún conserva la fuerza para aumentar los nudos de la embarcación que va errática o esquivando los remolinos que salpican la mar.

Agradecimiento



Quiero agradecer al  escritor, profesor y comunicador onubense Diego Lopa Garrocho la deferencia que ha tenido publicando en su magnífico y prestigioso blog Del rosa al amarillo uno de mis relatos La viajera de invierno

Es para mí un honor participar en su espacio donde la poesía, las colaboraciones y las múltiples actividades culturales e intelectuales del  autor de Las caras de Huelva o El hombre que nunca existió, se dan cita.

Gracias y estoy muy feliz de que se reciba mi relato en un lugar tan acogedor y de tan excelente literatura

domingo, 5 de febrero de 2012

El vigilante de los cielos




La lluvia en los hoteles no tiene sonido. Se la ve cortando el aire o danzando al ritmo del viento. Abrillantando las fachadas de los edificios o entelando la noche. Y por más que aguzara el oído solo escuchaba las voces del pasillo. Terminé de retocarme la línea de los ojos y bajé a cenar. Me ofrecieron una mesa desde la que seguir contemplando el invierno. Mi rostro quedó suspendido frente a la calle y el ventanal me devolvió una expresión ausente y me sonreí. El carmín se expandió y mi cara pareció aligerarse de las valijas del pasado. Sentada en un archipiélago de mesas ocupadas o vacías, observé de soslayo al resto de los comensales. Allí se congregaban las parejas jóvenes y cómplices, las de mayor edad que comían en silencio y sin mirarse. No faltaba la familia bulliciosa, ni los huéspedes solitarios frente a su copa de vino. Brindé a la nada.

¿Tiempos difíciles para las bibliotecas?


La sociedad tecnológica, enredada en los laberintos de la comunicación digital y virtual, se ha ido anquilosando y, al mismo tiempo, ha perdido la flexibilidad de sus articulaciones mentales. El pensamiento expulsado al ostracismo y la reflexión clausurada por lentitud, han propiciado que el dogmatismo se instale como verdad absoluta sin apenas contestación. Así, acostumbrados a la inmediatez y a lo instantáneo, la dialéctica se considera una reliquia del siglo XIX.  Y en ese escenario emergen agoreros, sibilas mal documentadas, adivinadores iletrados que vaticinan el fin de la biblioteca. Como si el advenimiento de los nuevos formatos electrónicos requiriera tanto espacio como para aniquilar todo el peso que soportan los anaqueles ¿Se aproxima la biblioteca tradicional al cierre por incompatibilidad con los nuevos accesos a la cultura? ¿Se transformará en un lugar de visitas como la casa museo de un escritor? Su evolución histórica parece contradecir a quienes les auguran una muerte cercana.

domingo, 29 de enero de 2012

Alcaravanes en la noche


Graznidos de alcaravanes se multiplicaron en el eco del barranco en aquella noche calurosa. Algunas piedras del sendero se despeñaban cuando tropezábamos entre las sombras que dejaba la luz del candil. Fantasmas de higueras trepaban por la ladera. Raúl arrastraba los pasos y, de vez en cuando, tenía que empujarlo con los cañones de la escopeta. La cabeza le bailoteaba hacia delante y las manos atadas a la espalda le temblaban. El grito de los pájaros arreciaba con el gimoteo de mujer asustada que emitía el poeta. ¡Más rápido cobarde! le gritaba. Él quería retrasar la llegada a la boca del cráter.

domingo, 8 de enero de 2012

La bandeja de cristal


La tarde envejeció pronto y a las cuatro la niebla se deslizó por los jardines y sitió la casa. Me senté junto a la ventana a contemplar las ramas de los sauces como si estuvieran nevadas. Abrí un libro de poemas de García Lorca pero ni siquiera terminé el primer verso. Alguien llamó a la puerta. Era mi vecina Mili que traía galletas de jengibre recién hechas. Me pidió que las colocara en una bandeja de cristal tallado que usaba mi abuela. Yo no la recordaba. Mili que ya bordeaba los setenta insistió. Ella me ayudaría a buscarla. Subimos al desván. Rodamos y abrimos cajas de las que salieron postales, cartas, las gafas del abuelo, los trofeos de natación del tío Horacio, fotos antiguas.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Regalo en la nieve


Del cielo de las calles cuelgan estrellas luminosas que bambolean sacudidas por el viento nocturno. Voy trotando al lado de mamá que avanza muy rápido entre la gente que no para de golpearme con bolsas de colores. Entramos en una cafetería, corro a sentarme al lado de  la ventana. Abro la boca y exhalo todo el aire posible y el vidrio se nubla y con el dedo dibujo la casa de un caracol y me olvido de poner las antenas. Lo borro y vuelvo a soplar con fuerza, pero esta vez construyo un muñeco de nieve. Antes de ponerle el sombrero mamá me obliga a beber chocolate. Una bola de fuego me quema la lengua. Lloro. Mamá me da agua y me dice que más despacio. Aparece su amigo.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Luces del desierto

Dunas de arena se apilan en las cejas y poco a poco se van depositando en la ondulación de las pestañas que amplían el desierto hasta el interior de mis ojos. Después de dos semanas de travesía debo mantenerme alerta. El Gobi es un viejo y conocido rufián dispuesto a arrebatarme la razón y la vida al menor descuido. Y creo ver en la lejanía retazos de nubes coloreadas arrancadas del cielo que cabalgan en mi dirección. Trato de aguzar la mirada, espoleo al caballo y trotamos hasta una pequeña elevación donde oteo las sedas rojas y amarillas que se acercan flameando al viento. Vienen seguidas de un halo de polvo ensangrentado en la caída de la tarde. Un centenar de guardianes del gobernador de la provincia de Xinjiang pasan a escasa distancia de mí. Y una mirada cubierta de muselinas azafrán se cuela entre los lanceros. La mujer que la deja escapar va en un palanquín. Los sigo a distancia porque aquella también es mi ruta. El séquito se adentra en el palacio del gobernador mientras que mi destino son los comerciantes de pieles. Cobro en plata mis ventas y me dirijo a la casa de té más importante de la ciudad. Pero me impide entrar una lucha de mano y espada con un desconocido que me obliga a defenderme cuando el talón de su pie izquierdo golpea mi estómago vacío.

domingo, 20 de noviembre de 2011

La voz de Beatriz Salas


Agracedimiento al blog de Beatriz Salas...A mi manera

Mi más sincero y emocionado agradecimiento a Beatriz Salas del  blog Beatriz Salas... A mi manera que ha tenido la deferencia de seleccionar uno de mis relatos Los espejos que se miran y ponerle su magnífica voz, sus registros, entonación… que le dan otra dimensión al texto.

Quiero darle las gracias a Ruth M. Casas Gumiel que eligió tan acertadamente una música de Canarias y que suena maravillosamente junto a la voz de Beatriz Salas.
Me gustó mucho la ilustración de Rosario Rebull.

Realmente estoy muy feliz y muy honrada con el resultado.
Gracias, muchas gracias




domingo, 13 de noviembre de 2011

Recordadme en los libros que no leeré

La muerte ha sido generosa conmigo, me dio toda una vida para gastarla y ahora se ha cobrado su parte. No la odio, en realidad ni siquiera la conoceré. Todo lo que sé de ella lo he leído en los libros, la he visto en las películas filosóficas como esas que hacen los nórdicos, en las tragedias que resuenan en la caracola del tiempo desde el primigenio instante en que el hombre se dio por vivo. No estoy, fui y solo seré mientras alguno de ustedes me piense de vez en cuando. Puedo imaginármelos en estas últimas horas. Encuentros de unos con otros después de largos períodos sin verse, mintiéndose, que están iguales, que no han cambiado, incluso se atreverán a decir que es una pena lo de mi muerte, un hombre bien conservado y joven aún; tengo, tenía, setenta y cinco años, ¡cielos que se es joven a los veinte! Pero claro si ustedes aceptan mi senectud tendrían que admitir la vuestra, tamaño dislate. Como si así pudieran esquivar a la parca. No tuve inconveniente en rendirme ante los designios de la edad cuando las goletas singlaban desplegando sus velas hacia mí y mi mástil no izaba la bandera de guerra más allá de la botavara.

lunes, 10 de octubre de 2011

Estación de otoño

Si sangrara no dudaría que me hubieran asestado dos puñaladas, una en la garganta y otra en el estómago. Respiro hondo para detener la zozobra que me agita. No dejo de dar vueltas como un reo por una habitación donde reina el desorden de sillas desubicadas y ese espejo iluminado por el que asoma mi rostro a intervalos regulares. Y me devuelve la barba albeada por el tiempo y las líneas roturadas sobre la piel por los hombres que he sido.  Y en esta noche ha regresado aquel que creí enterrado. Pronto llegará el final. Compruebo en el reloj de cadena que ya debo salir de la estancia. Camino por un angosto pasillo que desemboca en la sala. Suena el timbre de la puerta, abro y es Nora que lleva un libro entre las manos. Su menudo cuerpo se abalanza sobre mí y me abraza. La aparto, no debías haber venido a estas horas. Entra y se coloca cerca del sillón, junto a la mesa. La luz tenue nos reduce a dos figuras. Sí, es arriesgado pero sé que tu mujer está de viaje y últimamente te noto frío y huidizo, ¿te molesta que haya querido verte? Claro que no,  pero no se lo digo.

martes, 13 de septiembre de 2011

Los días felices



Un día Marta quiso construir una frase pero las palabras se le escarcharon, las ideas cómplices desaparecieron secuestradas por el pasado y los proyectos quedaron sepultados bajo los escombros de los tiempos felices. Pensó entonces, que la glaciación entre ellos se produjo sin previo aviso, no hubo cambio climático, ni las nubes del cielo fueron violentadas por los densos y viscosos cúmulos que trepaban desde las chimeneas de las fábricas. El sol se ocultó y se habituaron a compartir sus destinos entre las tinieblas, el silencio solitario y las tardes de miradas por los ventanales.
Abandonó la casa solo con lo puesto. Él le preguntó si no requería de un camión de mudanzas y ella le respondió que todas sus posesiones estaban grabadas en la piel, que para los recuerdos aún no se habían inventado embalajes y eso a él lo reconfortó.

martes, 23 de agosto de 2011

Al caer la noche



Ningún mañana puede restaurar nuestros rayos
William Wordsworth


El diamante fue extraído en Sudáfrica y tallado en Amberes. Primero perteneció a mi bisabuela y mi madre se lo entregó a Manuel el día de nuestra boda. Me gusta contemplarlo bajo la lámpara de Tiffany y extraerle toda la gama luminosa que es capaz de irradiar. Lo acerco, lo ladeo, lo someto a las sombras, lo envuelvo en el humo del cigarrillo o simplemente elevo la mano y lo enfrento a la noche vigilante al otro lado de la ventana. Cuando la puerta de su estudio se abre y escucho sus pasos discretos sobre la alfombra del pasillo, apago la luz y giro la sortija acariciando el viejo diamante granate. Se detiene, supone que ya duermo, sus pisadas se alejan escalera abajo, cierra la puerta principal y asciende hasta mi habitación el crujido de la gravilla aplastada por las suelas de piel que caminan hacia el Nash de 1929. El motor ronronea en la noche y muere en la carretera que lleva al club. Desalojo la oscuridad, salgo precipitadamente al pasillo y como el adicto al opio inhalo su aroma mezcla de tabaco Cavendish holandés de pipa y menta. Persigo su rastro ingiriendo hasta la última partícula del efluvio que me regresa la imagen de sus amplias espaldas cubiertas por un elegante esmoquin negro y su cabellera peinada con una delgada senda en el lado izquierdo de la cabeza. Mis brazos se abren mientras busco su cuerpo como si aún estuviera aquí y simulo rodearlo. Introduzco mis manos bajo los bíceps musculosos de antiguo remero universitario, avanzan hacia el pecho y se deslizan por el abdomen firme y la imagen fenece al sur de su ausencia

domingo, 10 de julio de 2011

Voz de mar

El mar se abre ante la quilla del barco como una mujer se expande bajo su amante y se hace espuma revoltosa que amaga con trepar por las paredes del casco rojo óxido. Palabras secuestradas por el viento caen a mí alrededor y me alejan de la contemplación del océano herido. Fragmentos de frases vienen y van y no sé de quién provienen. El aire salado azota cuando los rayos del sol descienden fláccidos, limonados y me obligan a buscar abrigo. A medida que avanzo por cubierta la voz es más nítida, incluso grita, paso a su lado y no me ve. Es una mujer entrada en años, alejada de los cincuenta y merodeando por la década siguiente. Su rostro no se contrae, la piel permanece tensada y recubierta de una pátina grasienta de la que parece refulgir bajo una amplia pamela. Sus manos son huesudas rematadas por unas uñas largas de esmalte blanco y en su dermis el tiempo ha cumplido su venganza pintándolas de pecas; con una aprieta el teléfono contra el rostro y con la otra sostiene un cigarrillo que se deshace en cenizas. Está sentada en una hamaca y si no estuviera a cubierto de unas grandes gafas de sol italianas aseguraría que su mirada se pierde en la cada vez más desdibujada costa. Me resulta familiar, como si la conociera de algo o la hubiera visto antes, es el timbre de su voz aguardentosa el que me permite identificarla; sí, es Nora Valentín, aquella estrella de cine y de teatro tan popular en los años ochenta.

domingo, 26 de junio de 2011

Tinta negra

Mathew vestía muy extravagante para su época. Portaba trajes oscuros de raya diplomática, pantalones de pinzas, anchos de pernera pero ajustados al tobillo con la vuelta hacia afuera, chaqueta cruzada y pañuelo asomando por el bolsillo superior, camisa blanca y corbata de seda a rayas o a lunares. Su pelo, rubio y liso, permanecía atrapado bajo densas capas de gomina, invencible a cualquier ataque de brisa o viento que se atreviera a sobrevolar su cabeza. En invierno lo cubría con un sombrero borsalino negro, ligeramente ladeado, al estilo de Robert Mitchum, y en verano lo sustituía por un panamá. Los zapatos, siempre de cordones, eran bicolor: negro-blanco o blanco-marrón. Y un cigarrillo, encendido o apagado, colgando de la comisura de los labios. Mathew nunca estuvo contento con su origen, no perdonaba a sus padres, ni a sus abuelos, ni al conjunto de sus antepasados que no hubieran sido extranjeros. Sólo le consolaba pensar que al nacer en las Islas Canarias, en algún momento del siglo XVI o XVII, los fundadores de su estirpe proviniesen de tierras umbrosas y lejanas. Su piel rosácea y el centeno de su cabello lo acercaban a anglosajones, nórdicos, o alemanes, aunque fotos antiguas y documentos de archivos civiles y parroquiales lo desmentían.
Mathew era contable de una agencia de aduanas y cuando se hartaba de las tediosas sesiones de tablas numéricas, mercancías importadas, impuestos de arbitrio y otras cargas fiscales, sus pensamientos se precipitaban, través de los ventanales, y se anclaban en los barcos fondeados en el puerto, dispuestos a zarpar a los Canary Wharf de Londres, a Cádiz, a La Guaira o a Nador.

domingo, 5 de junio de 2011

La Zarina*

Su andar semeja dos platos de una balanza mal equilibrados. Entra en la consulta buscando un aire que hace algún tiempo los pulmones le niegan. Emite una sonrisa para espantar el dolor que las pecas desparramadas por la piel como estrellas apagadas no consiguen ocultar. Doctora todo va bien si no fuera porque ya no fabrican oxígeno para mí. Seguro que sigues fumando y me jura que no hay más tabaco que el que ardió y yo la reto con la mirada y ella me ausculta con la suya. La tensión sube por sus arterias como si el pasado se hubiera vuelto sangre y navegara a gran velocidad por canales angostos. De su pecho emerge un rugido a entrañas de volcán antes de la erupción. Los latidos del corazón parecen sigilosas pisadas de gato y La Zarina musita, que algo va mal, que es imposible que su corazón emita el más leve sonido, que éste se paró hace más de treinta años y yo le sigo la broma, justo cuando comenzó a bombear el mío, y nos sonreímos.
Amalia Valcárcel me vuelve a contar la historia como aquella vez, cuando comencé a trabajar en el hospital y fue mi primera paciente. Se acostumbró a vivir entre los escombros de la sífilis, el whisky de alambique y los recuerdos de la mejor casa de citas de la ciudad.

domingo, 29 de mayo de 2011

Buenos Aires 1929

Siempre te espero sentada en el ambigú frente a una copa de Chartreuse verde. Te abres paso rasgando la nube blanca que envuelve la sala. Me gusta cuando llevas la chaqueta cruzada y el sombrero negro, ligeramente ladeado, y ese cigarrillo viajero entre los dedos y tus labios. Observas el lugar como se despliega el periscopio de un submarino: sigiloso y rolando lento. Tiemblo por si las velas de mi barco no se registran en tu campo de visión y todo me da vueltas como si estuviera atrapada en una puerta giratoria y, antes de sucumbir al mareo seguro, tu sonrisa me ancla a ti. Entonces desenfoco tu imagen y me pierdo en las parejas que hilvanan los primeros pasos de un tango. Transporto los compases de la música a la superficie de la mesa a través de mis dedos danzarines. Y ya percibo tu olor a tabaco de Virginia antes de que levantes el sombrero y me tiendas la mano. Y bebo el último sorbo del licor francés. Mis ojos, ahora sí, se refugian en los tuyos, negros como las noches de tormenta y brillantes como el Río de la Plata cuando mece a la luna llena. Tu mano rodea mi cintura y la mía se aferra a tu hombro; sigo tus pasos seguros mientras el bandoneón me lleva a susurrarte al oído que el mundo somos tú y yo. Entra tu pierna y la mía sube, entre las tuyas, como gata atrevida mientras te cuento que el cielo es mi nuevo arrabal. Y tus labios se despliegan cómplices de los míos. Entrelazadas las manos, recorro las esquinas de nuestro refugio. Y mi rostro y tu rostro cuando se rozan perecen desafiar los malos presagios. En el Norte, Ricardo, los hombres de negocios se lanzan por las ventanas y la pobreza y la guerra están apostadas en las cercanías de América y Europa, pero a tu lado viajo por esta pista de baile, como en un aeroplano, rumbo a las nubes. Me llevas, voy, te arrastro, me giro entre tus brazos muralla, me elevas, me persigues, te abandono, me buscas, te encuentro y te revelo, entre las notas del piano, la trama de los violines, y los pasos de tango, que el último minuto puede llegar ya, cuando quiera.




domingo, 22 de mayo de 2011

Detrás del silencio

La mañana que murió Sarito Ramos caía una lluvia dispersa. No provenía de las nubes, ausentes aquel mayo de principios de los setenta, bajaba salada por las mejillas de los mayores. Mamá terminó de colocarme los lazos en el pelo y desde el patio se vislumbraba el mar en el horizonte, y un velero luminoso que parecía anclado sobre las aguas. Salí a la calle, una vecina me preguntó si ya la había visto, ¿a quién? y esposó su mano a mi muñeca y me introdujo en el zaguán de la casa donde tanto había jugado con Saro. Murmullos, gemidos y llantos se abalanzaron sobre mí, a medida que iba penetrando en los lugares comunes. Me arrastró a una habitación donde la madre se mecía los cabellos y el padre parecía estar bajo los efectos de una gran borrachera y entonces la vi, inánime, envuelta en un vestido blanco, embutida en un ataúd del mismo color.

domingo, 15 de mayo de 2011

Tardes en Bórcor

Regreso a Bórcor. Allí, cuando el aire huracanado y amarillento del desierto del Sáhara sobrevuela el pueblo, los alisios, que se tienen por vientos limpios, cristalinos y húmedos, se retiran y se ocultan detrás de las laderas. Y esperan, pacientes, a que el último fragmento caliginoso se desvanezca. Entonces, se elevan por encima de las montañas y descienden por los valles, rugiendo como piedras que el agua arrastra por el fondo de un barranco, azuzando los pinos, salpicando gotas de lluvia horizontal, cimbreando tajinastes y retamas.
Conduzco por la carretera angosta, ondulándose entre lavas y pumitas, que trepa hacia las montañas y me adentro por las calles que me devuelven veinte años de ausencia. De guardar Bórcor entre los vestigios de una ciudad perdida y buscada en la lejanía. Hubo días que dudé de su existencia, de si necesité inventarme un lugar secreto que ocultaba mi origen. Los laureles de indias siguen agolpados en el centro, junto a la iglesia, las vías y las plazas asaetean mi nostalgia y las nuevas urbanizaciones invasoras de tierras de pasto y juegos se levantan como látigos que hieren mis recuerdos.
Me acerco al parque donde consumí tantas horas de niñez y adolescencia. Ando los senderos del silencio, la mirada furtiva, cazadora de un instante, depredadora de pensamientos, de preguntas huérfanas de respuestas. Y emerge aquella tarde en la que el viento se enredaba entre los árboles esquilmados por la férrea dieta del otoño y las hojas secas de arce alfombraban el suelo. Fue la última vez que lo vi. Lo esperé impaciente en mi banco, del que tomé posesión cuando fue abandonado por una pareja de amantes, con un libro de poemas de Luis Feria entre las manos, simulando que leía. Cerré el tomo y como el farero que aguarda el chapoteo del último barco antes de que la noche se vuelva amanecer, escruté detenidamente los caminos y allí apareció del brazo de su mujer. Él no se percató de mi presencia, como siempre. Yo, en cambio escuché el crujido de la hojarasca bajo sus botas. Hoy camino sobre las hojas caídas por si la extraña melodía de aquellos otoños me devuelve la presencia fugaz del que decían era mi padre.

domingo, 8 de mayo de 2011

Esquina a Corrientes*

La mirada que me observa desde el otro lado es la mía, la identifico aún después de sesenta años. Sin embargo, las facciones cinceladas por el punzón del tiempo, me resultan extrañas, ajenas a la imagen que guardo de mí. El pelo deslavazado y blanco como los Andes, en nada se parece a la melena rubia y abundante que desplegaba, hace tan sólo tres décadas, cuando sorteaba las mesas del Bielsa para alcanzar el rincón donde se encontraba Hugo, cebando mate. Ya no me reconozco en esos raíles de tranvía abandonado que flanquean mi entrecejo, ni en las líneas superpuestas, a modo de baldas, que suben desde mis cejas hasta el extremo norte de la frente. Ahí está la de mi hijo Fernando, y la de mi nena Florencia es sólo una ligera incisión, discreta como ella. En cambio la de Hugo, preside la parte alta de mi rostro, fue la primera en hendirse y permanecer grabada desde aquel diciembre de 1976. Es el único faro invisible que existe pero que está acá, en mi cara, buscándole permanentemente.
A veces, las dudas me cercan, actuando como cíngulos que amenazan con estrangularme ¿y, si como le ocurrió a mamá, la luz vigía se apaga?¿y si su enfermedad se quedó agazapada detrás de este espejo, en su azogue cruel, o bajo la cama, o en una gaveta de la cómoda o en el sillón en el que permaneció exiliada en su territorio de desmemoria?¿y si el mal se esconde para darme el zarpazo, tumbarme las palabras, suprimirlas, secuestrarme los recuerdos, los hijos, reducirme la vida entera a la nada? No, la muerte reciente de mamá aún me afecta. Acudo al living donde Raúl celebra un gol frente al televisor.

domingo, 10 de abril de 2011

Pasos sobre el lago

El aire licuado que empuja el viento me golpea la cara. Tal vez, esta tarde no debí adentrarme en el bosque. La llovizna intermitente, el suelo mojado que detiene mi marcha, y me hace retroceder y bordear el sendero, y tomar un atajo peligroso. ¿Y si regreso a casa? No, no soporto otro anodino día, desertando de libros, dormitando ante el televisor, aguardando a la noche apostada detrás de la ventana. No puedo esperar a Jorge, nunca está dispuesto a acompañarme, y necesito retarme, y conocer hasta dónde soy capaz de llegar, o qué puedo hacer por mí misma. Las ramas crispadas me sobresaltan, mejor me doy la vuelta. Bien pensado sería una pena, ya estoy muy cerca del lago. Si no fuera por esta neblina que cubre todos los espacios ya lo tendría a golpe de vista. Siento cada vez más frío, no es suficiente la manta que me he puesto por encima. El sonido de las hojas húmedas trituradas por las ruedas, después de dos años desde el accidente, me sigue resultando ajeno, extraño, me es más reconocible el que surgía bajo mis botas de senderista. Me gusta contemplar la lluvia ahogándose en la superficie del lago. La rampa que me construyó Jorge para subir a la plataforma está resbaladiza, el carro va hacia atrás, no es posible que haya llegado tan lejos y no me pueda subir.

domingo, 3 de abril de 2011

Canarias en la Literatura Universal

Julio Ramón Ribeyro y Canarias, te querré eternamente


Escritor peruano que nació en Lima el 31 de agosto de 1929 y murió, en su ciudad natal, el 4 de diciembre de 1994. Se preparó en Letras y Derecho en la Pontificia Universidad Católica de Perú entre 1946 y 1952. Año, en el que obtuvo una beca del Instituto de Cultura Hispánica que le permitió viajar a España y continuó sus estudios en la Universidad Complutense de Madrid. En 1953 se trasladó a París donde realizó algunos cursos en La Sorbona. De 1955 a 1956 vivió en Múnich, después retornó a la capital francesa y de ahí a Amberes. 1958 es otro año de estadía en diferentes ciudades alemanas como Berlín, Hamburgo y Fráncfort. Realizó diversos y pocos remunerados oficios para ganarse la vida. De 1958 a 1960 impartió clases en la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga en Ayacucho. Al comienzo de la década de los sesenta se instaló en París, ciudad en la que trabajó para France Press y de traductor de la UNESCO. El tabaco y el alcohol fueron sus grandes aliados y sus peores enemigos. El tabaco será el causante del cáncer que le detectaron en 1974 y por el que se sometió a largos tratamientos. Y que acabó con su vida unos días después de recibir el Premio Juan Rulfo.

domingo, 27 de marzo de 2011

La otra película

La mar se fue. A un lado fulgen las piedras tersas como la piel de un bebé, al otro, la arena empapada que escapa de las olas, y seca y voladiza la más cercana al malecón. Apago las luces de la terraza y me dispongo a esperarla con la copa de cava en la mano. El parto se inicia en el horizonte, llega en forma de cuña amarilla sangrante. La superficie rugosa del mar se queda al descubierto a medida que la luna escala el cielo, sin prisa, nunca en vertical, desplazándose hacia el oeste como si naciera cansada y ya quisiera tumbarse a un lado. Desplegada y después de diluir las estrellas de su alrededor, ilumina el teléfono que yace moribundo pero expectante. El mar al fondo, abierto como un vestido beige de Ginger Rogers en el instante de elevar un paso de baile en la oscuridad. La ciudad, en medio, con sus edificaciones satinadas de gris y picadas de cuadraditos luminosos y discontinuos como fogatas cubistas en la noche de San Juan. Y la llamada en silencio. Él, sentado junto a ella, bajo los cambiantes destellos de la proyección.

domingo, 20 de marzo de 2011

La mirada que vuelve

La cortina se asomaba al jardín y volvía a retroceder impelida por la corriente que se establecía entre la puerta abierta de su dormitorio y el exterior. Observada desde mi posición, al otro lado de la calle, adquiría cierto ritmo a medio camino entre danzón y cumbia. Abrí la cancela y caminé unos pasos por la vereda pedregosa que conducía a los escalones de la entrada principal. La casa evocaba reminiscencias coloniales del sur de Estados Unidos. El padre del dueño procedía de Cuba pero buena parte de su vida había transcurrido en La Luisiana. Así que cuando se trasladó a Canarias, a mediados de los años veinte del siglo pasado, se hizo construir esta mansión. El aroma a azahar se mezclaba con el de los geranios y las buganvillas. Antes de pisar el primer peldaño, la puerta cedió y de su interior emergió una mujer labrada por el tiempo, de cabellera gris abundante y con el rostro biselado por vestigios de rutas horizontales en la frente y en todas direcciones, por el resto de la cara. Me identifiqué como la doctora que sustituía a don Luis Vives. Durante unos segundos pareció inspeccionarme como si con un concienzudo análisis visual pudiera determinar mi cualificación. Por fin me hizo pasar. La tarde se ennegrecía a mis espaldas por un tropel de nubes carbonosas que avanzaban desde el oeste. Cerró la puerta y me condujo por una amplia escalinata que me recordó la de los Doce Robles.

domingo, 13 de marzo de 2011

Canarias en la Literatura Universal


Emily Dickinson, Tenerife y El Teide










La poeta estadounidense, nació en Amherst, condado de Hampshire, Massachussetts en 1830 y falleció en 1886, en la misma casa y lugar donde vio la luz por primera vez. Pertenecía a una destacada familia de Nueva Inglaterra, puritana y de hombres de leyes. Recibió una educación relevante para su época y condición, y mostró, desde el principio, inclinación hacia las letras. Inició su formación en la Academia de su ciudad natal y continuó en Mount Holyyoke. Allí tuvo un enfrentamiento con el dogmatismo calvinista y no regresó al curso siguiente.
Llevó una vida de estudio, de relaciones sociales, paseos, visitas hasta los 31 años, a partir de ese momento se encerró en su casa familiar y no volvió a salir. Se dedicó únicamente a escribir y su conexión con el exterior fue a través del canal epistolar. 
Sobre su reclusión voluntaria se han formulado diferentes conjeturas. Por un lado, era frecuente en su época que las mujeres desarrollaran la mayoría de sus actividades en el interior del hogar puesto que se les adjudicaba el papel de guardianas y veladoras de las buenas costumbres, la moral y la salud del hogar. Por otra parte, también se ha especulado con el objeto secreto de la mayoría de sus poemas, dos amores ocultos. Se cree que su padre le prohibió mantener relaciones con un estudiante de Derecho y, más tarde, pudo haberse enamorado de un pastor protestante casado, y cuya materialización sentimental se la supone inexistente. Otras teorías apuntan a la cercanía y confidencialidad con su cuñada y amiga Susan Huntington Gilbert, escritora, poeta, viajera y editora.
Desde el siglo XIX hasta hoy, se ha editado una amplia bibliografía que analiza estas circunstancias, como también alguna afección psicológica de la autora. Lo que, sí, denota es su alto sentido de la intimidad y de resguardar su vida personal. Su viaje más largo fue a Boston cuando acudió a la consulta de un oculista.
Emily Dickinson desarrolló su amplia producción poética desde el silencio y sólo un círculo muy reducido estuvo al tanto de sus creaciones literarias, en especial su hermana Vinnie. La mayoría de su obra fue publicada póstumamente y, en vida, sólo se conocieron cinco poemas, algunos contra su voluntad y otro sin constar su nombre.
Su poesía habla de Dios, del cielo, del alma, de la redención, del paso por la vida y de la muerte, no como un fin sino como medio de retorno al principio, al hogar. Simbólicamente relacionado con el ciclo del día: la mañana, el mediodía, el ocaso. La sepultura como una liberación, no como una condena. En todo caso, la Biblia y la liturgia puritana impregnan buena parte de su poesía. Bien es cierto, que la mayoría de su obra derivaba de su incasable actividad lectora, de la que se nutría y en la que se inspiraba, así como de la naturaleza y su meticulosa observación. Conoció y admiró las obras de Ralph W. Emerson, Nathaniel Hawthorne, las hermanas Brontë, Elizabeth Barret Browning, William Shakespeare, Coleridge, Wordsworth, Keats, Dickens, etc.
Emily Dickinson escribió alrededor de 1775 poemas. La estrofa básica es el himno bíblico o la balada constituida por cuatro versos. Son pocas las construcciones que superan los ocho versos. La rima y el ritmo están basados en la musicalidad de los cantos de la Biblia. Su lenguaje era preciso y uno de los aspectos más significativos fue el uso de términos grecolatinos para las ideas e ingleses y alemanes para las percepciones, tal y como señala Alan Tate.
Su obra fue publicada de forma fragmentaria y no siguiendo una ordenación cronológica lo que generó controversias a la hora de analizar su evolución lírica. Por otra parte, al no editar en vida, su obra no fue revisada, retocada, suprimida, añadida e incluso hay poemas inacabados. La contrapartida es conocer la obra desde la concepción primigenia de la autora, sin limar, al lector. Aunque su editor y amigo epistolar Thomas W. Higginson, no se sustrajo a la tentación de modificar algunos de sus poemas.





Emily Dickinson escribió: para viajar lejos no hay mejor nave que un libro. Y esta máxima debió seguir cuando compuso este poema, de una isla situada al otro lado del Atlántico, que nunca visitó y de un volcán, que jamás contempló a corta distancia. En el siglo XIX, sobre todo a partir de la segunda mitad, en plena época victoriana, hubo en ciertos sectores de la clase media y alta y en las mujeres, en particular, un deseo por viajar y conocer lugares más allá de Gran Bretaña. Singlaban en barcos a lejanos y exótico países y/o a emplazamientos próximos. Sus motivos no sólo fueron comerciales y mercantiles. Muchos de estos hombres y mujeres, retrataron con su mirada, a través de la pintura o la escritura, paisajes, vegetación, arquitecturas, costumbres, detalles pormenorizados de las sociedades que conocieron. En ese contexto, Canarias fue un lugar, nuevamente en la historia, de encrucijada y de lugar de encuentros. Viajeros que iban o venían de Europa, África, América, Asia y Oceanía. Buena parte de ellos, especialmente las damas victorianas, (pintoras, dibujantes, escritoras) realizaron un detallado documento gráfico y literario de las Islas de esa época. Escritoras, pintoras y viajeras como Anne Brassey, Marianne North, Elizabeth Murray, etc, Es fácil, por tanto, imaginar y deducir que Emily Dickinson, lectora voraz, estuvo al tanto de la literatura de viajes por prolija por aquellos años. La autora estadounidense debió tener acceso a algún relato y/ ilustración del volcán que emerge de Tenerife a 3.718 metros de altura a nivel del mar: El Teide.   

Este Pico emblemático, hermoso bajo la nieve en invierno y volcánico y turgente en verano, conmocionó a la autora americana. Pensemos que Emily Dickinson no conoció el Parque Nacional, ni los colores tornasolados del amanecer, ni las estrellas insinuándose sobre su cono en las noches sin luna, ni las especies endémicas de su entorno, como tajinastes o violetas del Teide o el pinzón azul. Aún, sin viajar físicamente, fue capaz por medio de las naves de unos versos, y el mar de un poema, de navegar hasta la isla de la que hizo emerger su Teide literario.


Ah, Teneriffe - Receding Mountain-
Purples of Ages halt for You-
Sunset reviews Her Sapphire Regiments-
Day - drops you His Red Adieu -
Still clad in Your Mail of Ices-
Eye of Granite - and Ear of Steel -
Passive alike - to Pomp - and Parting -
Ah, Teneriffe - We’re pleading still -


DICKINSON, E.

- Poemas 1-600. Sabina Editorial. 2012
Poemas 601-1200. Sabina Editorial. 2013 
- Poemas 1201-1786. Sabina Editorial. 2015
- Cartas. Lumen. 2009
Cien poemas. Bosch, Casa Editorial. 1987
Poemas. Tusquets. 2006
Poemas a la muerte. Bartleby Editores. 2010
The poems of Emily Dickinson. The Belknap Press of Harvard University Press, 1999

CANDEL DE PUERTA, M., «Emily Dickinson», en: Letralia, nº 248, 7 de marzo 2011. http://www.letralia.com/248/ensayo01.htm
HORMIGA, M., «Dickinson y El Teide», en: Bienmesabe, Revista Cultural Digital, nº 93, 2006. http://www.bienmesabe.org/noticia.php?id=8337











domingo, 27 de febrero de 2011

El poema del tren

Desde la ventana de casa observo como la silueta deslizante del tren de las seis se vislumbra y apenas se escucha el silbido ronco que emite. Unas veces lo enmarcan los tonos rojizos del amanecer, otras me recuerda a una estrella del cine negro que camina, insinuante, por las calles de Nueva York o Chicago, bajo los grises del otoño, o las cortinas movibles de la lluvia. Atraviesa el llano y calculo que me restan veinte minutos para bajar a la estación. Allí lo espero. Me gusta subirme temprano cuando apenas hay pasajeros y los vagones casi desiertos le otorgan ese aire elegante. Me acomodo en un asiento que dé a las vías del tren y me dejo mecer por su traqueteo e invadir, ahora sí, por el sonido nítido de su avance. Es el único lugar donde permito que la voz de Darío se desate con su letanía de promesas, de intentos fallidos, de separación temporal, conveniente, necesaria. Me acaricio el vientre donde nuestro hijo permanece ajeno a las deserciones, a las noches vacías, a la estación donde nadie nos esperará.

domingo, 20 de febrero de 2011

El concierto

Los músicos fueron ubicándose en sus distintas secciones y una extraña cacofonía invadió la sala. Los violines, cerca del público, con las violas y los chelos, los instrumentos de viento y metal detrás, el piano y el arpa, los contrabajos a un lado y la percusión cerrando la orquesta. La sala se oscureció y sólo fulgían los destellos de las trompas, trompetas y trombones. El director salió por una puerta lateral, cruzó el escenario en penumbra, tendió la mano al primer violín, saludó al público que palmeaba por cortesía. Nos dio la espalda, levantó los brazos como un águila abre sus alas antes de echar a volar. Sus manos comenzaron a aletear con las primeras notas de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorák. Poco me importaba el sonido destilado, los contrapuntos coloristas, los arpegios acompasados. Mi mirada viajó por la platea y se posó sobre sus hombros, lo abracé en la distancia como tantas veces, desde aquel otoño cuando tropecé con Gabor Jaceck a la salida de un hotel y sus partituras rodaron y se desordenaron por la acera y la calzada, y mi ordenador fue a parar a un charco de lodo; él juró en arameo, luego supe que era en húngaro, y yo en canario. Y de aquellos sonidos discontinuos vino una cena y la noche que envolvió nuestros cuerpos en una banda sonora desconocida, hasta entonces, para mí. Los edificios de Nueva York, la ensenada del río Hudson arribaron a la sala desde las partituras, pero yo permanecía en cada una de las habitaciones de los hoteles donde nos encontrábamos durante aquellos años. Un día me dejó una nota en la recepción que decía: cuando nos volvamos a ver será bajo esa ola que sale del Atlántico y parece suspendida por una glaciación repentina, allí te esperaré. Los aplausos sellaron el concierto. Los músicos se levantaron varias veces, Gabor auscultó, en la oscuridad, los rostros de quienes lo ovacionaban.
La dirección sostenida dejó traslucir la maestría del profesor magiar que condujo la orquesta bajo las olas, sobre el mar por el que navegan las esperanzas a un mundo de oportunidades, de rascacielos iluminando la noche que como faros vigías nos transportan al lenguaje musical de un hombre apasionado. Este párrafo es el único que salvaré para la crónica que enviaré mañana al periódico. Ya es madrugada y Luis me llama desde la cama.

Canarias en la Literatura Universal

Julio Cortázar y el gofio


Lean este comentario bajo sospecha, pues desde que conocí a Julio, disculpen la familiaridad pero son muchos años ya de relación, su mundo, sus mundos, son parte de mi territorio. Y si la objetividad tiene una empecinada tendencia a moverse por las tinieblas, en este texto está desterrada.
Julio Cortázar nació en 1914 en Bruselas como producto del turismo y la diplomacia, según aseguró el propio autor. Cuatro años más tarde se traslada con su familia a Banfield (Buenos Aires). Abandonado por su padre vive, junto a su madre, una tía y su abuela, una infancia convaleciente, de lecturas y primeros escritos. Cursa estudios para maestro y combina la docencia con la creación literaria. Tras obtener una beca se traslada a París en 1951 donde realiza labores como traductor para la Unesco. Alli fallece en 1984.

Dia de las Letras Canarias

Día de las Letras Canarias


El Gobierno de Canarias aprobó la celebración, cada 21 de febrero, del Día de las Letras Canarias. La fecha elegida conmemora el fallecimiento del ilustrado José de Viera y Clavijo en 1813. Se homenajea a autores de las Islas, que se han significado por su valía literaria, cultural e intelectual. Se ha dedicado a José de Viera y Clavijo (2007), Benito Pérez Galdós (2008), Mercedes Pinto (2009), María Rosa Alonso (2010) y Tomás Morales (2011).
Recientemente se sucitó una fuerte polémica cuando el Parlamento de Canarias aprobó, por unanimidad, reconocer el próximo año al científico lanzaroteño Blas Cabrera. El mundo de la literatura ha manifestado su contrariedad pues considera que se trata de un evento para reivindicar las letras canarias, por otro lado, tan denostadas y tan ignoradas. Oportunidad para dar a conocer a la ciudadanía, en general, y a los estudiantes, en particular, la literatura canaria, de importancia universal y de conocimiento ni siquiera local, reducido, en su gran mayoría, a círculos especializados. Todos los honores que se le hagan a Blas Cabrera son merecidos pero no en el marco del Día de las Letras Canarias, restan aún muchos narradores y poetas por sacar del olvido, el abandono, la postergación, el desconocimiento. Confiamos en que el sol de las Islas se abata sobre quienes tienen la obligación de velar por la defensa de la cultura canaria y el 2012, continuemos en la senda de la fiesta de los escritores canarios.

domingo, 13 de febrero de 2011

La noche americana

La canícula de agosto caía implacable sobre la ciudad. Armando caminaba lento y sofocado, como si barriera la acera de lado a lado con su bastón. Entró en el zaguán de casa y me pidió un vaso de agua fría, helada, me suplicó. Me enganché a su brazo y lo acompañé al rincón más fresco del patio, junto a la destiladera cubierta de helechos, por si allí era posible ahuyentar el calor caliginoso de la tarde. Bebió un largo y pausado trago y fue, entonces, cuando me preguntó si el agua era de color azul. No, es transparente, respondí. Sí, ¿pero es azul?, volvió a insistir. El azul, miré al cielo turbio por si encontraba ayuda, es una forma de entender el mundo, de pasar por la vida … Armando arrugó el entrecejo. Sí, toca este trozo de hielo, unido a otros miles, millones de cubos, forma un glaciar, nieve sobre nieve acumulada, pero es eso un paisaje. El azul que tú necesitas y que yo siento, es variable y está dentro, no se ve solo se sufre o produce placer. Cuando Jorge se marchó con mi mejor amiga, los días se volvieron grises y las noches azules. Armando ¿recuerdas el verano que bajé por el Misisipi, desde Chicago a Nueva Orleans y las sesiones de blues a las que asistí por cada ciudad que pasaba? La felicidad se volvió líquida y azul. Las emociones me transportaban en barcos de vapor a garitos repletos de dicha. Sí, porque podía rozar el cielo con la palma de la mano. La mañana que encontraste a tu madre muerta sobre la cama y llegaste a casa dando voces, golpeando la puerta, bajo el desplome de una borrasca de otoño, era del color que crees no conocer aún. Y el primer verso que me hiciste leer, ese que te pareció pasado, yo soy aquel que ayer no más decía el verso azul y la canción profana. Armando sonrió. O cuando me tocaste los pechos por error, según me juraste. Y es azul el sonido que roza la arena, trepa, serpentea por las rocas, entre los callaos, con ese olor a sal marítima. El azul, Armando, no es azul, son muchos azules. Pero si aún albergas alguna duda sobre la tonalidad del color, pronto lo tendrás claro, perdón; Armando arqueó ligeramente la comisura de los labios. Es como si en la noche en la que tú vives, y que tan bien conoces, colocara un dispositivo que te transportara al otro lado de la oscuridad. En las películas antiguas los fotógrafos instalaban un filtro azul delante del objetivo de la cámara para crear una escena nocturna. Es la noche americana. Armando buscó mi mano sobre la mesa, es azul, también es azul.

Los libros invisibles




Amanece en Nueva York y por la Quinta Avenida se aproxima un taxi amarillo que se detiene y del que desciende Audrey Hepburn. Es la primera escena de la película Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s, 1961). Desde una imagen espectacular se ve a la protagonista de espaldas, vestida con un impecable traje negro de noche. El zoom de la cámara la reduce a un plano medio que, en contrapicado, lee el letrero de la joyería Tiffany & CO. Se acerca al escaparate mientras el plano se abre. La cámara la rodea, ya la podemos visionar de perfil, instante en el que abre su bolsa, extrae un cruasán, un vaso de café y comienza a desayunar mientras contempla, a través del cristal, las joyas de la tienda neoyorquina. La banda sonora de la canción Moon River la envuelve.

domingo, 6 de febrero de 2011

Canarias en la Literatura Universal



Nathaniel Hawthorne y Canarias


Escritor estadounidense, se le considera junto a Herman Melville, iniciador de la novela norteamericana. Nació el 4 de julio de 1804 en Salem (Massachussets) y murió el 19 de mayo de 1864. Su vida estuvo dedicada a la literatura que compaginó durante algún tiempo con el trabajo en una comuna, la Granja Brook y como tasador en la Aduana de Boston. Viajó y vivió en Europa. Fue nombrado cónsul en Liverpool por su amigo y, entonces, presidente de los Estados Unidos Franklin Pierce. Articulista, autor de cuentos y novelas, en sus creaciones se refleja una honda preocupación religiosa que deviene del puritanismo que llevaron los colonos a Nueva Inglaterra. La visión del mundo, que supura en sus obras, es profundamente moralista donde analiza el sentimiento de culpa y las consecuencias del pecado. Su primera publicación es una novela gótica Fanshawe (1828). En 1837 ve la luz Historias dos veces contadas, una colección de cuentos. Más tarde escribe La silla del abuelo: relatos para jóvenes (1841). La novela por la que el autor es más conocido es La letra escarlata (1850). Al año siguiente escribe La casa de los siete tejados, otra de sus novelas insignia. Su producción continúa con El libro de las maravillas para chicos y chicas (1852), La estatua de nieve y otros cuentos contados dos veces (1852), La granja de Blithedale (1852), El fauno de mármol (1860), Nuestro viejo hogar (1863). Obras publicadas después de su muerte fueron Septimius Felton o el elixir de la vida, El romance de Dolliver, El secreto del doctor Grimshawe, Cuadernos americanos, Cuadernos ingleses y Cuadernos franceses e italianos.

domingo, 30 de enero de 2011

Al otro lado de la calle

La plebe, ignorante hasta de sí misma, dice de mí que soy un hombre arisco, solitario y misántropo. Aunque sé que existe un sector que me considera un homosexual retraído. Y esa concienzuda tesis la han establecido en sus múltiples cenáculos dialécticos desde los que han difundido esta presunta verdad irrefutable por mi propio comportamiento. De alguna manera, he disfrutado de sus proclamas erróneas y, a lo largo de estos años, mi actividad en la sombra los ha vuelto confiados en sus convicciones. Sorprende que, un grupo de ciudadanos, presten atención a la anodina vida de un viejo profesor de latín.
Mis hermanos, Paulo y Remigio, se fueron de casa cuando consumaron sus ayuntamientos respectivos. Pasado un tiempo murió mi padre y más tarde mi madre. Cohabité, desde entonces, con los silenciosos gatos Adriano, Aurelio, Nerón, Pompeyo, Augusto y, ahora, Mesalina. Estos últimos inquilinos son los únicos que me conocen.

El valle de las mariposas

Desciendo los escalones como si pisara sobre nubes de algodón. Cuando alcanzo el patio siento la dureza de una superficie de piedra. La abuela está sentada con las manos en el regazo y el rostro, hendido de rutas trazadas por el tiempo en sus múltiples escaramuzas, permanece enmarcado por un pañuelo negro. Desde sus ojos cristalinos me pregunta si hoy iré a cazar la mariposa naranja y me encojo de hombros y balbuceo quizá.
Y dejo a mis espaldas la casa de paredes blanco brillante y ventanas azules, pasando bajo un arco vegetal formado por sarmientos y hojas de parra ocres entrelazados.
Camino por un sendero que parece una fila de eses concatenadas través de un páramo amarillento ¿o es una planicie elevada? No acierto a identificar el lugar; sin embargo, tengo la sensación de encontrarme en un paraje conocido, cercano, ya transitado. Después de una curva tropiezo con un árbol redondeado, un híbrido de nogal y roble; bajo una de sus ramas descubro a la mariposa naranja. Me acerco como un felino se aproxima a su presa. Mis dedos forman una pinza que se precipitan sobre sus alas pero en el instante en que el índice y el pulgar se cierran como las valvas de un molusco, la mariposa se escabulle, inicia su vuelo y la sigo, más bien la persigo, hasta llegar a una extensión de flores amarillas y violetas y allí está ella batiendo sus apéndices tornasolados al viento.