domingo, 26 de junio de 2011

Tinta negra

Mathew vestía muy extravagante para su época. Portaba trajes oscuros de raya diplomática, pantalones de pinzas, anchos de pernera pero ajustados al tobillo con la vuelta hacia afuera, chaqueta cruzada y pañuelo asomando por el bolsillo superior, camisa blanca y corbata de seda a rayas o a lunares. Su pelo, rubio y liso, permanecía atrapado bajo densas capas de gomina, invencible a cualquier ataque de brisa o viento que se atreviera a sobrevolar su cabeza. En invierno lo cubría con un sombrero borsalino negro, ligeramente ladeado, al estilo de Robert Mitchum, y en verano lo sustituía por un panamá. Los zapatos, siempre de cordones, eran bicolor: negro-blanco o blanco-marrón. Y un cigarrillo, encendido o apagado, colgando de la comisura de los labios. Mathew nunca estuvo contento con su origen, no perdonaba a sus padres, ni a sus abuelos, ni al conjunto de sus antepasados que no hubieran sido extranjeros. Sólo le consolaba pensar que al nacer en las Islas Canarias, en algún momento del siglo XVI o XVII, los fundadores de su estirpe proviniesen de tierras umbrosas y lejanas. Su piel rosácea y el centeno de su cabello lo acercaban a anglosajones, nórdicos, o alemanes, aunque fotos antiguas y documentos de archivos civiles y parroquiales lo desmentían.
Mathew era contable de una agencia de aduanas y cuando se hartaba de las tediosas sesiones de tablas numéricas, mercancías importadas, impuestos de arbitrio y otras cargas fiscales, sus pensamientos se precipitaban, través de los ventanales, y se anclaban en los barcos fondeados en el puerto, dispuestos a zarpar a los Canary Wharf de Londres, a Cádiz, a La Guaira o a Nador.

domingo, 5 de junio de 2011

La Zarina*

Su andar semeja dos platos de una balanza mal equilibrados. Entra en la consulta buscando un aire que hace algún tiempo los pulmones le niegan. Emite una sonrisa para espantar el dolor que las pecas desparramadas por la piel como estrellas apagadas no consiguen ocultar. Doctora todo va bien si no fuera porque ya no fabrican oxígeno para mí. Seguro que sigues fumando y me jura que no hay más tabaco que el que ardió y yo la reto con la mirada y ella me ausculta con la suya. La tensión sube por sus arterias como si el pasado se hubiera vuelto sangre y navegara a gran velocidad por canales angostos. De su pecho emerge un rugido a entrañas de volcán antes de la erupción. Los latidos del corazón parecen sigilosas pisadas de gato y La Zarina musita, que algo va mal, que es imposible que su corazón emita el más leve sonido, que éste se paró hace más de treinta años y yo le sigo la broma, justo cuando comenzó a bombear el mío, y nos sonreímos.
Amalia Valcárcel me vuelve a contar la historia como aquella vez, cuando comencé a trabajar en el hospital y fue mi primera paciente. Se acostumbró a vivir entre los escombros de la sífilis, el whisky de alambique y los recuerdos de la mejor casa de citas de la ciudad.