Recordé aquel día en el que un Mini Morris, de techo negro y laterales granate, se
arrastraba sinuoso como un sarantontón por la carretera de lombriz que subía
hasta Bórcor. Una llovizna de principios de otoño se filtraba entre las acacias y los laureles de la plaza mayor. Bajo los árboles o la techumbre del
quiosco contemplamos la llegada de la nueva maestra que conducía su auto.
Una mujer de mediana edad que vestía un traje de oro refulgente, sandalias mostaza de tacón y rostro
intensamente maquillado. Venía acompañada por su marido, Héctor Galván, el flamante
juez de paz. César Millán, concejal, la saludó a ella antes que al juez. Les presentó a
algunas autoridades y le indicó su nueva casa.
Hasta aquel día mi vida giraba en torno al universo de mi familia. Cuando la abuela viajaba a la ciudad siempre me traía cuentos con la forma recortada del protagonista. Así, antes de abrirlo pasaba el dedo índice por las orejas arqueadas de un ratón, las triangulares de los cerditos o las volutas laterales de los osos. Si me aburría acudía a la casa de mi bisabuela. Una mujer con el coraje de los huracanes. De joven comerciaba con los ingleses. Pertrechada de frutas partía del sur de la isla, remontaba los barrancos, subía a las montañas y descendía al otro valle. Sus peripecias, las noches a la luz de la luna o de un farol, con la ventisca en contra, la lluvia, y el frío siguiendo sus pasos o la visita helada de la nieve, las relataba a su corrillo de amigas que, tazas de café en mano, las aderezaban con historias de desconocidos despeñados por las laderas, acuchillados en cuevas, mujeres que aparecían y desaparecían entre la niebla o los llantos de niños que nunca se encontraron. Imagen, en blanco y negro, de viudas, vírgenes que no fueron amadas y esposas varadas en el mismo lugar que sus maridos las abandonaron por Cuba o Venezuela, y que practicaban el trueque de historias para ahuyentar el tedio de la vida.
Hasta aquel día mi vida giraba en torno al universo de mi familia. Cuando la abuela viajaba a la ciudad siempre me traía cuentos con la forma recortada del protagonista. Así, antes de abrirlo pasaba el dedo índice por las orejas arqueadas de un ratón, las triangulares de los cerditos o las volutas laterales de los osos. Si me aburría acudía a la casa de mi bisabuela. Una mujer con el coraje de los huracanes. De joven comerciaba con los ingleses. Pertrechada de frutas partía del sur de la isla, remontaba los barrancos, subía a las montañas y descendía al otro valle. Sus peripecias, las noches a la luz de la luna o de un farol, con la ventisca en contra, la lluvia, y el frío siguiendo sus pasos o la visita helada de la nieve, las relataba a su corrillo de amigas que, tazas de café en mano, las aderezaban con historias de desconocidos despeñados por las laderas, acuchillados en cuevas, mujeres que aparecían y desaparecían entre la niebla o los llantos de niños que nunca se encontraron. Imagen, en blanco y negro, de viudas, vírgenes que no fueron amadas y esposas varadas en el mismo lugar que sus maridos las abandonaron por Cuba o Venezuela, y que practicaban el trueque de historias para ahuyentar el tedio de la vida.
La
maestra nos abrió las puertas de ciudad marítima, Las Palmas de Gran Canaria, cosmopolita, con un gabinete literario,
teatros, cines, ópera. Nos trajo algo desconocido, palabras que rimadas
contaban historias. Y nos presentó a Rubén Darío, a Juan Ramón Jiménez, a Gabriela Mistral, a Góngora o al Lazarillo de
Tormes.
Le tiré
del pantalón pero me apartó de un manotazo. La maestra se zafó de sus garras,
cruzó un pupitre y comenzamos a gritar y golpear las mesas hasta que llegaron
otros maestros que lo sacaron a la fuerza.