A todos los clientes del Buenos Aires Café Literario 1929.
Feliz verano y feliz invierno austral.
Nos encontraremos a la vuelta de un descanso.
Los farolillos rojos cuelgan en zigzag del cielo de las calles. Sus vientres de acordeón se iluminan al crepúsculo. Esquivo a paseantes y marineros atareados. Las mesas de la terraza del Café Pirata Amaro están abarrotadas. Giro por la primera transversal por temor a ser reconocida y continuo por la trasera del bar. La maleta va dando saltos en el vaivén de la acera. Si pudiera soltarla la dejaría y correría hasta asegurarme que no me persigue.
Espero
verla pasar en el mismo banco en el que hablamos por última vez. La noche en
las que las olas morían en los ojos de Julia. Arribaban deshilachadas a su
mirada de salitre. La maresía se
anexionaba el muelle y las barcas se mecían bajo una luna rolliza, empachada de
luz. Te vas. Mentí, será lo mejor. Adónde.
Volví a mentir, a la otra isla en el barco de las diez. Te despediste de Héctor
me preguntó quedamente. No, dije la verdad. Recuerdo, y sentí que iba a empuñar
un cuchillo dentado, cuando de niñas jugábamos a descubrir caminos por los
alrededores de Bórcor. Ya había introducido el arma y ahora la retorcía. Tú le
dabas nombres mitológicos, la ruta de Ítaca y yo románticos, el sendero de los
besos robados. En los días de lluvia nos refugiábamos en la casa de mi abuela y
nos disfrazábamos con su ropa de juventud. En una ocasión estuvimos una semana
sin cruzarnos palabra porque las dos queríamos lucir el mismo vestido de noche.
El barco despuntaba por el horizonte. Me refugié en la casa de mi tía Elisa cuando
en el Instituto te perdí El Túnel de
Sábato y no me atreví a confesártelo. Nos reímos tanto, resistía en silencio su
daga dentada, cuando nos perdimos por las calles de Nueva York porque no
conocíamos más distancia que la que enlazaba Bórcor con el mar. El ferry ya ha
atracado. Antes de partir, el océano se había sentado entre las dos y no nos
mirábamos, debes saber que fui yo quien lo seduje. Nunca me enamoré de él pero
no pude evitarlo. Compartimos la misma piel, los mismos labios, el mismo deseo
y esa fosa abisal engulló nuestra amistad, fueron sus últimas frases. Me alejé
arrastrando la maleta. Subí al primer barco de los muchos que abordaría.
Durante siete años he trabajado en cruceros sin apenas tocar tierra firme.
Las
luces del puerto enmarcan la silueta de Julia. Mencey salta a su lado. Pasea
sin Héctor a escasos metros pero no advierte mi presencia. Se aleja hacia el pantalán donde mi nuevo
crucero me espera. Tiro de la valija y la sigo a distancia. Mencey se gira y
corre hacia mí. Julia se acerca sorprendida y me interroga,
de regreso a Ítaca. Me sonríe. Suelto la maleta que se desliza por la rampa del
paseo marítimo.