domingo, 22 de julio de 2012

La maleta



A todos los clientes del Buenos Aires Café Literario 1929.
 Feliz verano y feliz invierno austral.
Nos encontraremos a la vuelta de un descanso.






Los farolillos rojos cuelgan en zigzag del cielo de las calles. Sus vientres de acordeón se iluminan al crepúsculo. Esquivo a paseantes y marineros atareados. Las mesas de la terraza del Café Pirata Amaro están abarrotadas. Giro por la primera transversal por temor a ser reconocida y continuo por la trasera del bar. La maleta va dando saltos en el vaivén de la acera. Si pudiera soltarla la dejaría y correría hasta asegurarme que no me persigue.
Espero verla pasar en el mismo banco en el que hablamos por última vez. La noche en las que las olas morían en los ojos de Julia. Arribaban deshilachadas a su mirada de salitre. La maresía  se anexionaba el muelle y las barcas se mecían bajo una luna rolliza, empachada de luz. Te vas.  Mentí, será lo mejor. Adónde. Volví a mentir, a la otra isla en el barco de las diez. Te despediste de Héctor me preguntó quedamente. No, dije la verdad. Recuerdo, y sentí que iba a empuñar un cuchillo dentado, cuando de niñas jugábamos a descubrir caminos por los alrededores de Bórcor. Ya había introducido el arma y ahora la retorcía. Tú le dabas nombres mitológicos, la ruta de Ítaca y yo románticos, el sendero de los besos robados. En los días de lluvia nos refugiábamos en la casa de mi abuela y nos disfrazábamos con su ropa de juventud. En una ocasión estuvimos una semana sin cruzarnos palabra porque las dos queríamos lucir el mismo vestido de noche. El barco despuntaba por el horizonte. Me refugié en la casa de mi tía Elisa cuando en el Instituto te perdí El Túnel de Sábato y no me atreví a confesártelo. Nos reímos tanto, resistía en silencio su daga dentada, cuando nos perdimos por las calles de Nueva York porque no conocíamos más distancia que la que enlazaba Bórcor con el mar. El ferry ya ha atracado. Antes de partir, el océano se había sentado entre las dos y no nos mirábamos, debes saber que fui yo quien lo seduje. Nunca me enamoré de él pero no pude evitarlo. Compartimos la misma piel, los mismos labios, el mismo deseo y esa fosa abisal engulló nuestra amistad, fueron sus últimas frases. Me alejé arrastrando la maleta. Subí al primer barco de los muchos que abordaría. Durante siete años he trabajado en cruceros sin apenas tocar tierra firme.
Las luces del puerto enmarcan la silueta de Julia. Mencey salta a su lado. Pasea sin Héctor a escasos metros pero no advierte mi presencia.  Se aleja hacia el pantalán donde mi nuevo crucero me espera. Tiro de la valija y la sigo a distancia. Mencey se gira y corre hacia mí. Julia se acerca sorprendida y me  interroga, de regreso a Ítaca. Me sonríe. Suelto la maleta que se desliza por la rampa del paseo marítimo.
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domingo, 8 de julio de 2012

La gasolinera

El amanecer parpadeaba en el horizonte como la línea negra que perfilaban sus ojos. Acuosos, vencidos por la madrugada, se buscaban entre los lunares de herrumbre que se dispersaban por el azogue. Los cirros carmesí enredándose en el bosque al otro lado de la carretera se dibujaban en sus labios que repasaba bajo la luz desgastada que colgaba sobre el espejo. Salió del baño suspendida en los tacones de aguja y se sentó junto a la ventana que daba a los surtidores. Me pidió un café y su edad joven se me hizo incalculable. Encendió un cigarrillo y le advertí que estaba prohibido. Insistió que no había nadie en el local. Dejó escapar el humo y lo apagó. Como cada mañana desde hacía más de un año esperaba la llegada de Ezequiel. El viejo aparcaba la camioneta y entraba cubierto por una gorra azul petróleo con la visera deshilachada. Enjuto y algo desgarbado se sentaba frente a ella. Intercambiaban unas frases apenas audibles y antes de marcharse la mujer abría el bolso y le entregaba un pequeño fajo de billetes. Después de tomarse un café se alejaba en su oxidado auto. Me preguntaba qué relación mantenía el viudo y ya jubilado mecánico de nuestro taller con aquella desconocida. La mujer que todas las noches se situaba al borde de la carretera comarcal y esperaba a los esporádicos clientes que atravesaban esta solitaria ruta.

Una madrugada de enero en la que la escarcha anidada entre las hojas de las acacias caía temblorosa sobre el asfalto me acerqué con una taza de café caliente. Traté de convencerla para que entrara antes de que se congelara. Me sonrió por primera vez bajo la escasa luz que llegaba de la gasolinera. Hace mucho tiempo que estoy helada. Y la deseé más que otros amaneceres y regresé solo al almacén. Me devolvió la taza y me pidió otro expreso. Se sentó donde acostumbraba. Las mesas permanecían vacías. Yo estaba al otro lado de la barra secando y colocando vasos. Ezequiel aparcó delante de los surtidores. Esta vez no se acercó a la mujer. Se dirigió a mí y me pidió unos chocolates. Antes de salir la miró pero la mujer había posado sus ojos en la camioneta. Alguien lo acompañaba pero no pude saber de quién se trataba hasta varios días después.

Desde esa madrugada la desconocida no regresó. Una mañana cuando mi servicio estaba a punto de concluir Ezequiel entró dispuesto a comprar dos cañas de pescar. Pasaría unos días de acampada junto a la laguna de Los Tilos.  Compró provisiones para dos y me ofrecí a llevárselas a la camioneta. Sentía una curiosidad abrasadora. Ya veo que no va solo. Un Ezequiel distendido me presentó a Manuel de apenas diez años. Tenía su custodia hasta que la madre, una sobrina de su mujer,  saliera de prisión.
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domingo, 1 de julio de 2012

El haz de faro

Dos cirros volaban hacia el mar. Pasaron por encima del faro y se precipitaron hacia el acantilado. La luz de la mañana se arrastraba por sus paredes y formaba lagunas de sombras en el suelo. El mar se perdía y se encontraba en los laberintos de las rocas y su aroma a salitre se mezclaba con el café que preparaba Amelia. Desde la ventana de la cocina del faro contemplaba a Belisario caminando al son que marcaban las olas aún dormidas. Las manos en los bolsillos, la cabeza hundida entre los hombros, la camisa ondeando como un pañuelo blanco que dice adiós.
Los días habían devorado el calendario como caníbales y cuando se percató solo le quedaban las últimas horas. Su mundo se apagaba. Yo permanecía en la carretera y los veía moverse lentos como si quisieran alargar los minutos. No quería que nos encontráramos,  sería tan doloroso. Amelia salió del faro con dos tazas humeantes. Su cuerpo de actriz italiana de los años cincuenta se recortaba contra el sol. Ya juntos se sentaron frente al mar en silencio. Solo se escuchaba el murmullo del agua salada. Bebieron el café sorbo a sorbo como si saborearan el mar. Y convocaran los días  de nieblas espantados por el ulular de la sirena. Las noches de lluvia turbia y mar rabioso, veteadas por las luces que no cesaban de girar. Cuando acabaron de tomar el café se dieron la vuelta y se quedaron como dos barcos en la noche siguiendo al faro. Lo rodearon como los presos caminan en círculo, detrás les seguían sus sombras. La brisa meció el cabello de Amelia y bajo la gorra de Belisario bailaba su pelo ondulado.  Entraron. Durante horas no los volví a ver.
El cielo copió el color del mar. El faro se erguía custodiado de tabaibas que reptaban por el suelo volcánico. Aparecieron a últimas horas de la tarde y se quedaron allí, uno junto al otro, con las espaldas apoyadas en la pared. La luna menguante llegó al anochecer con  algunas estrellas salteadas. Dos pardelas cenicientas se elevaron desde el acantilado y planearon sobre ellos graznando ruidosamente. Se levantaron y contemplaron el agónico haz de luz de su faro. Cuando el ronroneo de su coche se perdió ahogado por el rugido del mar, me acerqué. Me habían dejado la puerta abierta. Subí como un cazador furtivo de luces viejas de mar y en pocos minutos puse en marcha el nuevo sistema automático de iluminación.
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