domingo, 30 de enero de 2011

Al otro lado de la calle

La plebe, ignorante hasta de sí misma, dice de mí que soy un hombre arisco, solitario y misántropo. Aunque sé que existe un sector que me considera un homosexual retraído. Y esa concienzuda tesis la han establecido en sus múltiples cenáculos dialécticos desde los que han difundido esta presunta verdad irrefutable por mi propio comportamiento. De alguna manera, he disfrutado de sus proclamas erróneas y, a lo largo de estos años, mi actividad en la sombra los ha vuelto confiados en sus convicciones. Sorprende que, un grupo de ciudadanos, presten atención a la anodina vida de un viejo profesor de latín.
Mis hermanos, Paulo y Remigio, se fueron de casa cuando consumaron sus ayuntamientos respectivos. Pasado un tiempo murió mi padre y más tarde mi madre. Cohabité, desde entonces, con los silenciosos gatos Adriano, Aurelio, Nerón, Pompeyo, Augusto y, ahora, Mesalina. Estos últimos inquilinos son los únicos que me conocen.

El valle de las mariposas

Desciendo los escalones como si pisara sobre nubes de algodón. Cuando alcanzo el patio siento la dureza de una superficie de piedra. La abuela está sentada con las manos en el regazo y el rostro, hendido de rutas trazadas por el tiempo en sus múltiples escaramuzas, permanece enmarcado por un pañuelo negro. Desde sus ojos cristalinos me pregunta si hoy iré a cazar la mariposa naranja y me encojo de hombros y balbuceo quizá.
Y dejo a mis espaldas la casa de paredes blanco brillante y ventanas azules, pasando bajo un arco vegetal formado por sarmientos y hojas de parra ocres entrelazados.
Camino por un sendero que parece una fila de eses concatenadas través de un páramo amarillento ¿o es una planicie elevada? No acierto a identificar el lugar; sin embargo, tengo la sensación de encontrarme en un paraje conocido, cercano, ya transitado. Después de una curva tropiezo con un árbol redondeado, un híbrido de nogal y roble; bajo una de sus ramas descubro a la mariposa naranja. Me acerco como un felino se aproxima a su presa. Mis dedos forman una pinza que se precipitan sobre sus alas pero en el instante en que el índice y el pulgar se cierran como las valvas de un molusco, la mariposa se escabulle, inicia su vuelo y la sigo, más bien la persigo, hasta llegar a una extensión de flores amarillas y violetas y allí está ella batiendo sus apéndices tornasolados al viento.

viernes, 28 de enero de 2011

Canarias en la Literatura Universal






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Katherine Mansfield y Tenerife
Me propongo abordar la incidencia de Canarias en la novela, la poesía, el cuento y demás géneros, como material literario.  Sin mayor pretensión que poner de relieve aquellos aspectos de las Islas que, de una manera u otra, han sido tratados por autores de todas las épocas y diferentes literaturas.

Encontrar la obra de Katherine Mansfield, fue una de las aventuras más interesantes que he experimentado como lectora. Una tarde, de la década de los Ochenta, escuché en la radio una semblanza de la autora y el título de uno de sus relatos más logrados: Felicidad. Hasta entonces, no tenía referencias de ella. A partir de ese momento inicié una búsqueda por librerías, bibliotecas, ferias, etc. Recuerdo el instante emocionado cuando, años después, por fin, localicé una edición de bolsillo atrapada en el estante de una vieja librería.



Se la considera una de las grandes escritoras del relato corto. Sólo basta leerla para confirmarlo. Su nombre es el seudónimo de Kathleen Beauchamp, nacida en 1888 en Wellington, capital de Nueva Zelanda. Tras una frustrada relación con su profesor de violonchelo se trasladó a estudiar al Queen’s Collage de Londres. Una vez concluida la formación retornó a su país natal pero allí no encontró su espacio y regresó a la capital británica en 1908.
Su formación musical y sus inquietudes literarias la llevaron a relacionarse con artistas y a tomar contacto con la vida bohemia. Sus vicisitudes amorosas fueron turbulentas y azarosas. Mantuvo diferentes relaciones sentimentales, teniendo como amante a Ida Baker. Relación que alternó con sus dos matrimonios y sus numerosos escarceos. Entabló un idilio en la Alemania de 1910, con un intelectual polaco que, al mismo tiempo que le transmitió una enfermedad venérea, le descubrió a Chejov, autor que ejerció una gran influencia en sus escritos. El resultado fue su primer libro de cuentos titulado En un balneario alemana (1911). Atravesó un período de amores fracasados, enfermedades, contrajo la tuberculosis por la que viajará por toda Europa en busca de un lugar que alivie sus recaídas y hemorragias. La muerte de su hermano Leslie en el frente, en la I Guerra Mundial, la sumió en una honda tristeza que marcó la etapa literaria más productiva. Así, en 1918, publicó Preludio. Su reconocimiento se produce en 1920 con su tercer libro Felicidad y otros cuentos. La Fiesta en el jardín verá la luz un año después.
Pero en 1923 sufrió, en su residencia de Fontainebleau, cercana a París, una hemorragia que acabó con su vida a los 34 años. Su segundo marido, el editor John Middleton Murry reunió todos sus escritos y editó póstumamente El nido de la paloma, Algo infantil, Diario de Katherine Mansfield y Cartas de Katherine Mansfield. El estilo poético y la gran sensibilidad de sus relatos confieren a sus historias y personajes un entramado de emociones, de circunstancias envueltas en sutiles juegos y estrategias creativas que los dotan de un carácter de irrenunciable lectura. Historias no exentas de ironía y de una profunda capacidad de observación de la realidad cotidiana. 
Concibió un relato: Sopla el viento, en el que una adolescente se despierta por los gritos del viento y de la madre que dialoga, enfadada, con la abuela y en el que Tenerife aparece citado en el siguiente párrafo:


- ¡Eres una estúpida! ¿A quien se le ocurre dejar la ropa tendida con un tiempo así...?Mi mejor mantel de bordado de Tenerife está hecho jirones.





Aunque Katherine Mansfield pasó buena parte de su vida, breve como sus relatos, en diferentes países como Alemania, Suiza, Italia o Francia, su residencia en Londres —destino de una buena parte de las exportaciones comerciales de Canarias: vino, productos agrícolas en general, y todo tipo de mercancías—, unido a la amplia capacidad de la autora para imbuirse de lo que la rodeaba, le permitió, sin duda, reparar en los famosos calados de la isla. Trabajos artesanales que se ejecutan sobre el hueco de una tela que se va entrelazando con aguja e hilo hasta formar figuras geométricas.




El conjunto de sus relatos se pueden leer en Cuentos completos de Editorial Alba, 1999.




domingo, 23 de enero de 2011

Noche de taichi

La luna licuada brilla temblorosa sobre la superficie del mar. Llega hasta la orilla de la playa el lametazo constante del agua salada sobre la arena. Mis amigos me reclaman junto a la fogata y las olas enredándose entre mis pies me retienen. Giro, y sus siluetas, entre rojizas y oscuras, se recortan en una noche de julio como esta. Chapoteo, juego a pisar las olas y padezco una extraña sensación: volver con ellos y estar sola.
Han pasado treinta años y escucho sus voces mientras alineo mi cuerpo, abro el pie izquierdo y formo una bola imaginaria entre mi mano izquierda, a la altura del abdomen y mi mano derecha, hacia abajo, frente al pecho. Elevo la pierna y la dirijo hacia la diagonal y comienzo acariciando la crin del caballo. Cuando me dispongo a extender mis brazos como una grulla blanca, Carlos cuenta su proyecto de viajar a Berlín Oeste a aprender alemán, Jorge repetirá C.O.U., Marina tiene claro que lo suyo son las Matemáticas, Sara se dedicará al Arte, Jesús seguirá en la carpintería de su padre…

El accidente

Sólo recuerdo dos luces que se abalanzan imparables sobre mí. Después, escucho voces y un sonido agudo envuelto en una nebulosa que huele a hierros retorcidos, gasolina y neumáticos. Quiero moverme pero mi cuerpo me desobedece. Giro la cabeza, a un lado y a otro, buscando algo conocido o familiar y, me encuentro un fragmento de sol resbalando por la pared, proveniente de una ventana lateral. Intento llamar a alguien pero una máscara de goma me cubre la boca. Descubro todos estos aparatos, llenos de cables, luces verdes y destellantes. Pantallas en las que se refleja una gráfica como las cotizaciones en bolsa. Y un sonido agudo y constante. Del colchón salen vías transparentes que conducen líquidos amarillos y rojos. Una mujer irrumpe vestida de azul cubierta por una mascarilla sobre la que destaca sus ojos con una línea negra. Me mira como quien observa la evolución de un cultivo en un laboratorio. Parece revisar los mecanismos ruidosos que me rodean y golpea, suavemente, con un dedo un bote cristalino que destila una gota que desciende lentamente. Y se va. Mi marido levanta los brazos y apoya las manos al otro lado de la pared de cristal. La enfermera se acerca con unos papeles, él gesticula y ella niega con la cabeza varias veces. No sé el tiempo que transcurre pero Andrés entra con una bata verde y un gorro del mismo color. Me contempla y no me dice nada. Intento, de nuevo, balbucir que me cuente qué ha sucedido pero mis ojos no son suficientes para elaborar un lenguaje comprensible. Se aleja y me desespero por conminarle a que retorne y, por fin, parece oírme. Se vuelve, esta vez lía mi mano entre sus manos y me habla, sé que he hecho lo que a ti te hubiera gustado y he firmado para la donación de todos tus órganos. Me besa en la frente. Cuando se aleja observo el monitor que está a mi derecha y una línea musgo repta por una escarpada orografía de puntos rojos que suben y descienden como valles. Al otro lado del muro transparente la enfermera de ojos perfilados se acerca a Andrés, le besa en los labios y desaparecen de mi campo de visión

miércoles, 19 de enero de 2011

Con todo el mar






No hay nada más sombrío que una noche de mar sin luna, ni más triste que una embarcación navegando clandestina sin escuchar el chapoteo de los remos en la superficie del agua. Cierro los ojos porque no quiero contemplar como se diluyen las luces a popa. Mi madre y mis hermanos ya me esperan. El patrón nos dice que el viaje será corto. Apretados, quince viajeros nos acomodamos en la barca. A mi lado se sienta la mujer embarazada; dos más, acunan a sus bebés como pueden, el resto somos jóvenes ghaneses. Las primeras horas busco las constelaciones que descubrí en la aldea y que no contemplo desde que nos trasladamos a la ciudad. 
El amanecer despunta por el horizonte, donde pronto llegaremos; y el sol se iza hasta caer furioso sobre nosotros. Los niños lloran sin parar y el zarandeo, primero, y los golpes del viento contra las olas, después, comienzan a subir y a bajar nuestros desiertos estómagos hasta la náusea.
El agua dulce caliente sabe a gasóleo y lo que en un principio era cosa de dos lunas se fue alargando a cinco despiadados soles. Para entonces, el último chocolate derretido va a parar a los niños y el resto nos observamos como leones antes de saltar sobre la presa, como si cada uno ocultásemos un pequeño tesoro de provisiones. La fiebre, la deshidratación, el horizonte que nunca se acerca va minando a los más débiles y al sexto día, dos hombres caen a babor. Apoyo la cabeza en el borde de la barca porque ya apenas me sostengo. Ya no escucho voces, ni gritos, ni llanto; sólo el rugido lejano del motor. Creo ver diminutos lunares luminosos, sueño, tal vez, sueño. Recupero las últimas imágenes con mis hermanos rescatando hierro entre las toneladas de materiales rotos que nos envían los del primer mundo. Separando neveras inservibles, computadoras acabadas, televisores sin canales…apilados en decenas de hogueras derritiendo el plástico para sacar el metal. Desparramados por el viejo y, ya ausente, cauce del río, donde un día navegué con mi abuelo. Allí, una tarde, me prometí alcanzar Europa, donde todo este cementerio de artefactos inútiles, se puede adquirir en pleno funcionamiento. Sólo tenía que llegar. El fogonazo de los primeros rayos de la mañana y un griterío alejado, y al mismo tiempo, ruidoso me despiertan. A escasos sesenta metros descubro unas rocas junto a una playa desde la que unos bañistas bracean y parecen indicarnos que nos lancemos al agua. Algunos obedecen y se tiran sin más, los veo chapotear, hundirse, volver a salir a la superficie y desaparecer definitivamente. Todos abandonan la embarcación. Intento zambullirme, pero mis manos se agarran desesperadamente. No sé lo que me ocurre, lo intento una vez más pero para entonces, ya es tarde. Una sigilosa corriente me aleja de una tierra de donde emerge una inmensa montaña. La elevación queda atrás y aquí estoy, frente al mar, en medio del mar, con todo el mar.

martes, 18 de enero de 2011

El desahucio


Mi vecino Dionisio estaba sentado sobre un baúl en el jardín. Rodeado de muebles a medio embalar, bolsas de plástico llenas de enseres, cajas de mudanza, inmóvil en medio del trajín de hombres de gris que entraban y salían de la casa, sacando sus pertenencias y ubicándolas en camiones. A pesar de su nombre ese día no hacía honor al dios griego. Tenía la cabeza ladeada y ligeramente inclinada, la vista extraviada en las raíces del césped y el rostro desencajado. Su abdomen destacaba por la posición sedente que había adoptado, los mofletes caídos y la cabeza brillaba lisa como una pista de hielo. No se me ocurrió mejor frase que ofrecerle un café que rechazó con un seco no. Supongo que la negación fue el artilugio más contundente que encontró en ese instante para negar su propia realidad. Trabajó duro en su empresa de materiales de construcción y renunció a tanto para comprar aquel adosado en las afueras de la ciudad. Sembró césped, plantó dos naranjos y unos cuantos rosales por deseo de su mujer. Águeda, que no me desagradaba pero a veces evitaba entrar por la puerta principal para no tener que encarame con ella.

sábado, 15 de enero de 2011

Finalista concurso relato corto Mujeresisla

Recientemente he sido seleccionada como una de las finalistas por el jurado del II Concurso de Relato Corto Mujeresisla, organizado por el Cabildo Insular de La Gomera y la Asociación Insular de Desarrollo Local (Aider) y la inclusión de mi relato: La atormentada vida de Martina Darias, en la edición de un libro que publicará la institución insular. Los premios recayeron en Francisco Javier León, Montserrat Sillol y Ana María Arenas. El concurso tuvo una importante repercusión nacional y autonómica, presentándose un total de 115 trabajos.
Constituye para mí un honor y una gran alegría poder contribuir desde mi modesta aportación a dotar de voz, por medio de la creación literaria, a la lucha, la mayoría de las veces, silenciosa de las mujeres de nuestras islas que han sabido bregar con su destino y han edificado los puentes por los que ahora transitamos.
Es obligación de todos, abrir nuevas rutas que dejen atrás los escarpados caminos de la desigualdad. Aunar fuerzas y llevar al terreno de lo cotidiano lo que ya algunas leyes nacionales y autonómicas recogen.

¿Mark Twain o Samuel Langhorne Clemens?


Asisto atónita a la pulcra revisión que una editorial estadounidense ha realizado de Las aventuras de Huckelberry Finn y Las aventuras de Tom Sawyer, a instancias de algunos profesores universitarios del sur de los Estados Unidos. La intención de estos eruditos es la de dulcificar algunos términos despreciativos, como nigger o injun, que escuchados en el siglo XXI pueden resultar ofensivos. Aunque lo que debe escandalizar es que, una vez más, una interpretación personal prevalezca por encima del arte y de la creación. Pero la gravedad de este atropello es que sienta un terrible precedente. Resulta preocupante que a partir de ahora, en nombre de una determinada visión moral, se pueda invadir y modificar una obra literaria hasta hacerla digerible y cercana a esos posicionamientos. Grave fue, por ejemplo, la tropelía que cometió el editor Gordon Lish con los textos de Raymond Carver, suprimiendo hasta un cincuenta por ciento de De qué hablamos cuando hablamos de amor.

El largo viaje






Paso la página y el poema de Las islas en que vivo de Pedro García Cabrera. Levanto la mirada y me pierdo en el retrato de finales del siglo XIX que cuelga de la pared. Viajo a ese día en el que Juana Castro se recoge la hermosa falda almidonada de tafetán verde, quizá escarlata, para evitar el roce con el suelo polvoriento o embarrado. Y abandona el caserío a primeras horas de la noche bajo el candil de la luna llena. Las Cuevecitas queda en penumbra y, las casas de piedra y tejados a dos aguas, parecen fantasmas acampados.  Ella baja por el camino empedrado, sinuoso y angosto. De madrugada alcanza la ruta de los caminantes y carros que se dirigen a la capital. 
Se une a la caravana. Entre historias, silencios y sobresaltos en los socavones de la vía que serpentea por la ladera, llega a Santa Cruz cuando el amanecer despunta, rosáceo y con girones lila, por el horizonte. La mar rojiza y tostada se despereza a los pies de las cumbres de Anaga. La ciudad la sorprende con sus calles adoquinadas, los carruajes, el bullicioso trajín de las lecheras, los gritos de los vendedores,  el paso ligero de los viandantes y la melodía de un organillo en la calle Castillo. Ve, cerca de la iglesia de La Concepción,  a unos hombres bien vestidos, con sombreros elegantes, de ojos claros, de piel blanca como el papel de carta, que hablan una lengua extraña y buscan mulas para ir al norte de la isla; ingleses le dicen a esos desconocidos con aspecto de almas en pena. Se fija en las mujeres envueltas en vestidos de brocados, encajes, telas evanescentes y floreados mantones de Manila. Se detiene ante aquellos mendigos de harapos, costras por todo el cuerpo y enjambres de moscas revoloteando a su alrededor. Son más pobres que ella. Una madre soltera que, cuando acaba la trillas en la era y todos se van, llega y rebusca granos de trigo entre los montones de paja. Como ratón que se enreda entre las espigas y busca el trigo olvidado.
No se deja impresionar por los juegos de seducción de las plazas, las alamedas, las mansiones modernistas que jalonan su ruta al estudio de Fotógrafos Sicilia. Allí, se recoge su melena, coloca una tiara sencilla en el centro del peinado y deja al descubierto sus pendientes canarios. Se alisa con sus manos de campesina la arrugada falda, se coloca delante de un decorado con una columna imposible y una ventana ficticia. Le ha costado años reunir las pesetas con las que comparar la ilusión de ser fotografiada. Doblada, cada tarde, se prometía que de aquellos granos arrebatados a la era, sacaría para marchar a la capital y posar unos instantes para la eternidad.
Su mirada no va a la cámara, sale del objetivo, se pierde, quizá, a través de una balconada abierta por la que asoma el Atlántico y los veleros a punto de partir a América. Tal vez tiene la tentación de embarcar a La Habana pero la espera su hijo Agustín. Generaciones después, quién sabe, si alguien tomará su relevo y se atreverá a navegar hacia otros mares. Y en su nombre, sus fatigas, sus hambre de todo y sus sueños, le traiga esos mundos a su redonda y empedrada era de cada día.
La sonrisa conserva la expresión segura de una mujer joven que desafió los convencionalismos de su entorno para disfrutar de la libertad de tomar sus propias decisiones. Y aunque partió del pueblo para regresar de nuevo, no lo hizo unos días después, su periplo continúa aún en el siglo XXI.

lunes, 10 de enero de 2011

Sólo un blues






El mar rompe las olas en las proximidades de mi habitación.  El sueño y yo forcejeamos ante sus pretensiones de retenerme y mi deseo de abandonarlo. El roce del agua salada sobre la arena me aletarga unos segundos, pero sé que para vencerlo tendré que abrir los ojos y proyectar rápidamente la mirada hacia el exterior. Y allí encuentro la mañana troceada por la cuadrícula de la ventana lateral. Esquivo el fulgor del amanecer contemplando tu cuerpo de espaldas adormilado, tan cercano, y tan inaccesible. Estoy a punto de deslizar mi mano por la ruta sinuosa de tu hombro, tu costado, tus caderas… Reacciono en el instante en el que las yemas de mis dedos planean sobre tu piel y eso me salva. Hoy no puedo cometer el más leve error.
El olor a café procede de la última taza que tomé en el local donde actuabas aquella noche de octubre cuando las calles de San Luis se volvieron afluentes del Misisipi. Nunca he dejado de creer que, desde el lago Michigan hasta Nueva Orleans, tú eres la mejor cantante de blues. Ese aroma denso desata mi deseo de levantarme e ir a por el primer sorbo, pero vuelvo a actuar rápido, y me contengo. Me paso la mano por el rostro y advierto que tendré que afeitarme. Siempre te molestó que llevara barba, me decías que ensombrecía mi piel brillante afroamericana. 
Me incorporo al escuchar el estruendo de una puerta metálica que se abre. Unas botas enfundadas por un hombre uniformado se acercan. Compruebo que mi pijama naranja está en orden. La voz indolente del funcionario me pregunta por mi última voluntad y me advierte que, si opto por un menú, éste no podrá contener alcohol, ni chicle, y que su coste no deberá superar los 20 dólares. Sólo pido una canción, aquella que te compuse la primera vez que nos separamos.
Prometí llevarte a la playa de Pensacola pero me despojaron de los días, me arrebataron las noches de blues a tu lado, me expropiaron el futuro, me ataron a una sentencia, y me arrojaron a una condena sin reversión. Mas, no han podido quitarme el último amanecer junto a las olas. Ya huelo el mar y, cuando esta tarde me aten a la camilla, pensaré que me recuesto sobre un lecho de arena mojada en las costas de Florida y, mientras me introducen la aguja en el brazo, y el líquido letal avanza parsimonioso por mis venas, como un viejo tren de mercancías, escucharé tu voz:

I’ll meet you under the sky of St. Louis,
I’ll meet you under the sky of St. Louis,
I’ll get lost in the sea of your lips…

sábado, 8 de enero de 2011

La ira necesaria

Los parques públicos de Sarajevo, Mostar y otras ciudades de Bosnia-Herzegovina, están llenos de tumbas de jóvenes soldados —siempre permanecerán jóvenes— entre las que juegan los niños. Son los muertos de la ira. La noche de los cristales rotos con la quema de miles de libros, el saqueo de tiendas y secuestro de judíos, en la Alemania de 1938, marca el inicio de la ira colectiva, ruidosa, silenciosa o cómplice, que desembocará en el Holocausto. Los Tribunales de la Santa Inquisición practicaron la ira de la intolerancia. Los colonizadores llevaron a América la cólera de la avaricia y con ella la destrucción. Está la más temible: la oculta, la solapada, la que habita y se confunde con la envidia o los celos y se manifiesta de manera sutil e hiriente. Una palabra poco extensa en la forma pero insondable en el contenido. Se la puede categorizar, estructurar, organizar, codificar, analizar desde el punto de vista psicológico, psiquiátrico, sociológico, o lingüístico. Casi siempre, ligada a esa connotación que Séneca denominó como la pasión más sombría. Sin embargo, la ira posee, también, una vertiente catalizadora, capaz de actuar como una argamasa con la que edificar construcciones sólidas, estéticas y creativas.

martes, 4 de enero de 2011

Presentación

Escribiendo este blog desde San Cristóbal de la Laguna, ciudad Patrimonio de la Humanidad, por una canaria, el nombre del blog puede parecer raro. He escogido esta denominación por el título de mi primer texto literario publicado en la red y por el que recibí comentarios constructivos y generosos. Fue como encender la lámpara del rincón donde escribo y leo. Obedece también a esa vocación atlántica que tenemos los canarios, donde no nos sentimos extraños en América. Nos consideramos parte de su cultura. 
    Y por último  existe una profunda razón literaria: el boom de la literatura de América latina me llegó en la adolescencia. Pasé horas y años caminado por Palermo, por San Martín, por Corrientes, por Retiro, Recoleta y tantos otros lugares. Así que cuando un día los visité, alguien me preguntó que si era la primera vez que viajaba a Buenos Aires y yo respondí, no. Lo había hecho décadas atrás cuando leí a Borges, a Cortázar, a Sábato y tomé café en la City London, o pasé al lado de la Torre de los Ingleses, o me subí en el Ómnibus 168. Ya lo dijo Emily Dickinson: Para viajar lejos no hay mejor nave que un libro.