martes, 23 de agosto de 2011

Al caer la noche



Ningún mañana puede restaurar nuestros rayos
William Wordsworth


El diamante fue extraído en Sudáfrica y tallado en Amberes. Primero perteneció a mi bisabuela y mi madre se lo entregó a Manuel el día de nuestra boda. Me gusta contemplarlo bajo la lámpara de Tiffany y extraerle toda la gama luminosa que es capaz de irradiar. Lo acerco, lo ladeo, lo someto a las sombras, lo envuelvo en el humo del cigarrillo o simplemente elevo la mano y lo enfrento a la noche vigilante al otro lado de la ventana. Cuando la puerta de su estudio se abre y escucho sus pasos discretos sobre la alfombra del pasillo, apago la luz y giro la sortija acariciando el viejo diamante granate. Se detiene, supone que ya duermo, sus pisadas se alejan escalera abajo, cierra la puerta principal y asciende hasta mi habitación el crujido de la gravilla aplastada por las suelas de piel que caminan hacia el Nash de 1929. El motor ronronea en la noche y muere en la carretera que lleva al club. Desalojo la oscuridad, salgo precipitadamente al pasillo y como el adicto al opio inhalo su aroma mezcla de tabaco Cavendish holandés de pipa y menta. Persigo su rastro ingiriendo hasta la última partícula del efluvio que me regresa la imagen de sus amplias espaldas cubiertas por un elegante esmoquin negro y su cabellera peinada con una delgada senda en el lado izquierdo de la cabeza. Mis brazos se abren mientras busco su cuerpo como si aún estuviera aquí y simulo rodearlo. Introduzco mis manos bajo los bíceps musculosos de antiguo remero universitario, avanzan hacia el pecho y se deslizan por el abdomen firme y la imagen fenece al sur de su ausencia