Alberto colocó cuidadosamente su camisa blanca en una silla, junto a los tejanos que se quitó después. Quemó una a una las hojas de su currículo que tan arduamente repartía a diario desde que, un año atrás, lo despidieron del colegio. Recordó la sonrisa de Alba pocos días antes de recibir la carta que le paró el corazón. Miró el reloj y se tendió sobre la cama. Apagó la luz y esperó en la oscuridad el sonido de las campanas de la iglesia de La Concepción. Contó hasta la novena. La muerte le llegaría en la décima, según le aseguró, aquella mañana, una gitana en la Plaza del Adelantado. Las ramas de las palmeras callaron. La lluvia que babeaba por la boca de las gárgolas de La Laguna cesó. Y sobrevino una negrura sorda. Él se adentró ligero por el viejo túnel de los sueños, pero éstos ya se habían marchado. Ni rastro de voces, de historias absurdas o deseadas, de huidas a cámara lenta, de colores intensos, de gritos en silencio. La muerte, comprendió, era ausencia.
Un
estruendo metálico lo devolvió a la vida, a esa vida prestada que otros le
alquilaban. Corrió a la ventana sin reparar en las radiantes salpicaduras
rojizas del amanecer. Y los vio allí, golpeando con una barra de hierro la puerta de su casa. Venían a desahuciarlo.
Bajó las escaleras y esperó a que irrumpieran. Le mostraron documentos judiciales y le hablaron de sentencias por impago.
Salió a la calle. Los vecinos lo rodearon, lo arroparon. Se dejó llevar hasta
mi casa. Allí permaneció sentado con la mirada perdida en una fotografía en
blanco y negro que colgaba de la pared.
—Irene, me gustaría saber —habló por fin— qué se oculta tras la niebla.
Me acerqué y observé pequeñas luces moteadas en
la imagen.
—Es una calle iluminada—aventuré.
—Puede ser un barco que
navega ahogado por la neblina en el Mar del Norte. —No —insistí—, es una ciudad despertando a la noche. Tal vez solo son velas que arden cubiertas por su propio humo, o antorchas al borde del camino.
—No Irene, deben ser almas errantes que vagan con faroles en la mano.
Me acerqué y aspiré su aroma a naranja y madera húmeda,
—Son amantes furtivos — Y una leve sonrisa se dibujó en su rostro ojeroso y con barba de días.
—Ya debo irme —dijo a última hora de la tarde—. Al parecer a mis cincuenta años tengo una nueva vida y la he de encontrar.
Antes de que llegara a la puerta me coloqué a su lado.
—¿Y si esperas aquí, conmigo, a que la niebla se vaya?
Volvió junto a la fotografía.
—La décima campana no sonó, aún me queda tiempo.