Mathew vestía muy extravagante para su época. Portaba trajes oscuros de raya diplomática, pantalones de pinzas, anchos de pernera pero ajustados al tobillo con la vuelta hacia afuera, chaqueta cruzada y pañuelo asomando por el bolsillo superior, camisa blanca y corbata de seda a rayas o a lunares. Su pelo, rubio y liso, permanecía atrapado bajo densas capas de gomina, invencible a cualquier ataque de brisa o viento que se atreviera a sobrevolar su cabeza. En invierno lo cubría con un sombrero borsalino negro, ligeramente ladeado, al estilo de Robert Mitchum, y en verano lo sustituía por un panamá. Los zapatos, siempre de cordones, eran bicolor: negro-blanco o blanco-marrón. Y un cigarrillo, encendido o apagado, colgando de la comisura de los labios. Mathew nunca estuvo contento con su origen, no perdonaba a sus padres, ni a sus abuelos, ni al conjunto de sus antepasados que no hubieran sido extranjeros. Sólo le consolaba pensar que al nacer en las Islas Canarias, en algún momento del siglo XVI o XVII, los fundadores de su estirpe proviniesen de tierras umbrosas y lejanas. Su piel rosácea y el centeno de su cabello lo acercaban a anglosajones, nórdicos, o alemanes, aunque fotos antiguas y documentos de archivos civiles y parroquiales lo desmentían.
Mathew era contable de una agencia de aduanas y cuando se hartaba de las tediosas sesiones de tablas numéricas, mercancías importadas, impuestos de arbitrio y otras cargas fiscales, sus pensamientos se precipitaban, través de los ventanales, y se anclaban en los barcos fondeados en el puerto, dispuestos a zarpar a los Canary Wharf de Londres, a Cádiz, a La Guaira o a Nador.
Mathew era contable de una agencia de aduanas y cuando se hartaba de las tediosas sesiones de tablas numéricas, mercancías importadas, impuestos de arbitrio y otras cargas fiscales, sus pensamientos se precipitaban, través de los ventanales, y se anclaban en los barcos fondeados en el puerto, dispuestos a zarpar a los Canary Wharf de Londres, a Cádiz, a La Guaira o a Nador.