Su andar semeja dos platos de una balanza mal equilibrados. Entra en la consulta buscando un aire que hace algún tiempo los pulmones le niegan. Emite una sonrisa para espantar el dolor que las pecas desparramadas por la piel como estrellas apagadas no consiguen ocultar. Doctora todo va bien si no fuera porque ya no fabrican oxígeno para mí. Seguro que sigues fumando y me jura que no hay más tabaco que el que ardió y yo la reto con la mirada y ella me ausculta con la suya. La tensión sube por sus arterias como si el pasado se hubiera vuelto sangre y navegara a gran velocidad por canales angostos. De su pecho emerge un rugido a entrañas de volcán antes de la erupción. Los latidos del corazón parecen sigilosas pisadas de gato y La Zarina musita, que algo va mal, que es imposible que su corazón emita el más leve sonido, que éste se paró hace más de treinta años y yo le sigo la broma, justo cuando comenzó a bombear el mío, y nos sonreímos.
Amalia Valcárcel me vuelve a contar la historia como aquella vez, cuando comencé a trabajar en el hospital y fue mi primera paciente. Se acostumbró a vivir entre los escombros de la sífilis, el whisky de alambique y los recuerdos de la mejor casa de citas de la ciudad.