martes, 21 de julio de 2015

Morir siete veces o el amor





La vida es una novela y la novela son muchas vidas. Y, buena parte, delimitadas por la vulnerable línea Maginot que separa realidad y ficción. Beligerante frontera entre los fantasmas propios y lo tangible. Y, en Todas las personas que mueren de amor de Víctor Álamo de la Rosa, lo ficticio y lo real se tocan, se abrazan, enlazan y penetran  fundiéndose  en un todo. Y es el lector y sus variables —personales y literarias—, el que debe navegar por cada opción o por ambas a la vez. Esos sí, arrastrado por las sinuosas y solapadas corrientes que el escritor agita —estratégica y sabiamente— desde el fondo submarino de sus páginas.
Después de poner fin a su ciclo de novelas en el universo literario de Isla Menor, Víctor Álamo, en la reciente y Premio Benito Pérez Armas, no se va al continente o se traslada a otra isla para contarnos su historia. Esta vez el escenario que tejen personajes y trama, se ubica en el interior de una gran metáfora. Más allá de las estancias de una casa, la autopista y carreteras secundarias, el hospital, las pinceladas de paisaje rural, los hoteles o las terrazas, los personajes habitan, desde la solitud enamorada y el amor desvanecido, en una burbuja.
Un hombre enamorado se enfrenta a la muerte del amor. Al mismo tiempo que lucha por vivir, después de sufrir una grave lesión cerebral y una delicada e incierta intervención quirúrgica que lo abisman a una de sus muertes. De las siete que cuenta el personaje, siete como los gatos pero al revés, siete como las siete islas Canarias (más La Graciosa), los bíblicos siete años de pobreza y de abundancia que José interpretó en los sueños del faraón o las siete novelas de Víctor Álamo. Su cerebro se anega de sangre y  su amor, una hemorragia que lejos de coagular, fluye como río impetuoso que va a parar a su mar. A su mar de delirio, deseo, obsesión, tristeza, celos, frustración y traición ¿Por qué todos no amamos igual? De realidad, subconsciencia, levedad, sexo como vida y muerte, sexo como salvación, sexo como refugio, sexo como felicidad efímera, sexo que impregna sábanas y sueños. Arman la sólida metáfora desde donde el autor narra, con aparente sencillez, una compleja  trama. Gladys, ensenada en la que, el enamorado errante de deseo en deseo, quiere anclar. Aunque el oleaje lo empuje, una y otra vez, contra los imperturbables farallones.  Ella va y viene arrebolada, libre, indiferente, apasionada, lejana, ausente, dejándose querer, dejando de querer. Yo voy corriendo a donde tú estés, yo te busco, yo te quiero, yo te cuido, yo voy, mi cabeza va, mi corazón va, lo que quedó de mí después de este accidente va hacia ti, siempre: mi puerto, mi faro, mi isla.
Los capítulos borbotean sin numeración. Fluyen, desde el punto de vista narrativo, en la evanescencia, en el ánimo o desánimo, en la lucidez, en la ensoñación, en la soledad ruidosa o callada, en la escritura compulsiva, escribe y existimos; todo, en un perfecto y eficaz entramado. Sólo las tres partes que conforman la novela —primera, segunda y final— dejan al descubierto la estructura básica.
El amor, el desamor y las muertes, ingresan por urgencias en un hospital-laberinto. Una atmósfera borgiana de pasillos, puertas que se abren a otras puertas, ventanas por donde se cuela el mundo exterior de mar y montaña, de jardines y aves que llegan en la libertad de sus alas, de recovecos y ascensores. Y en ese infierno de días iguales —que suceden como los capítulos, sin nombres ni números—, de amor anhelado y ausente, el personaje, construye su Paraíso. Hasta en los lugares más inhóspitos hay oasis de felicidad. Y aunque la soledad del amor desenamorado lo sitien, no está solo. Le rodean la familia que lo protege, los amigos incondicionales, los compañeros-pacientes, los conocidos que lo visitan, los médicos y enfermeras que tratan de salvar una de sus vidas. Y, sobre todo, sus hijas gemelas, de siete años, que lo adoran. Corretean, juegan, van al colegio, reclaman su atención, se divierten y hacen malabarismos en el borde de las hojas de su cuaderno. Espejismo de una realidad que quiere construir con la mujer que ama y ama, mientras agonizan él y el amor de ella. Todo, al lado del pabellón psiquiátrico. La realidad y la locura, separadas por una puerta.
Pero a medida que el lector ocupa la habitación hospitalaria, avanzan por los pasillos,  descubre rincones y nuevos espacios, sabe que Víctor Álamo, ha construido otra novela en la plata de abajo, la séptima y, otra más, en el sótano y, otra más, en el subsuelo y a la orilla de la mar y en la noche estrellada. El lector ávido, debe husmear en los flancos ocultos, lo que el autor no exhibe, pero que se amontona bajo la piel de la novela, al otro lado de las páginas. Justo, en esos recovecos subyacen, bajo palabras, frases, escenas, acciones, personajes e imágenes, las claves para comprender lo qué sucede arriba, a la que el escritor ha puesto foco, primeros planos y hasta música.
La novela se yergue como un drago que hunde sus raíces en la literatura canaria. Raíces regadas por galerías, manantiales y pozos isleños, sabores dulces como miel de palma, salobres como la maresía y amargos como la retama, agreste, de laurisiva y de isla-burbuja. Isaac de Vega, Rafael Arozarena, Luis Feria… Pero también por aguas canalizadas desde otras literaturas como la estadounidense y ese especial homenaje a La carretera de Cormac McCarthy. De las ramas desciende el rocío fresco de la poesía, que resuena desde del Siglo de Oro hasta los poetas canarios, pasando por los foráneos como Rimbaud, Baudelaire o Wallace Steven. Y un tronco robusto que encierra un mundo mágico, y por el que corre su savia roja como la sangre que se escapa de las arterias rotas del personaje. 
Todas las personas que mueren de amor es un importante giro en la novelística de Víctor Álamo. Tanto, desde el punto de vista del narrador, con un inteligente y sorprendente prisma, como por la temática. Después de cerrar el ciclo de novelas en la Isla del Meridiano con Isla nada. De sepultar bajo las cenizas del volcán, el mundo telúrico y de historias que navegaban por el Mar de las Calmas, serpenteaba por cuevas, corrían por barrancos y bullían por las esquinas, bancales y estancias de Isla Menor. En esta séptima novela, con pinceladas autobiográficas, el autor indaga en el hombre del siglo XXI. Coloca, bajo la lámpara del lector, el mundo que nos rodea, con sus sus trampas, fealdades y su “gran belleza”, su tecnología y nanotecnologías, sus redes y telecomunicaciones, sus avances científicos y espaciales. El ser humano, desde su interior, enfrentado a sus necesidades y carencias emocionales, a la búsqueda irresistible de la felicidad, a la poesía descarnada y ácida de un mundo mejor en la ciencia y en la técnica, pero no, en las consecuencias, a veces catastróficas, ni en los valores. Y la verdad es amar porque amar es darle sentido a la vida. 
Esa ruptura que acomete Víctor Álamo con su novelística anterior, no significa, en modo alguno, la renuncia a su estilo como escritor. El sonido, la musicalidad de su narrativa— armoniosa siempre–, se escucha con nitidez. Los elementos que caracterizan lo canario en su literatura aparecen de manera explícita, sutil o encubierta: mar, flora, fauna —el lagarto que un coágulo dibuja en su cerebro— paisaje, las burbujas como islas, o la insularidad como emoción. Tampoco falta la ironía ni el humor cuando el drama se tensa y la tragedia revolotea. Y esa deliciosa habilidad literaria que posee el autor de escribir, en medio de la narración, versos y también poemas, que se leen como prosa. La madrugada caracolea cielo arriba.

Todas las personas que mueren de amor —una novela que atrapa desde la primera línea y continúa después del punto final—, es la primera de una trilogía que singla la rigurosa e invariable ruta de navegación trazada por Víctor Álamo de la Rosa: dirigir sus naves-libros a puertos-lectores donde sólo atraca la buena literatura: profunda, creativa y de calidad.

Todas las personas que mueren de amor
Ed. Salto de Página, 2015






Víctor Álamo de la Rosa nació en Santa Cruz de Tenerife en 1969. Es Licenciado en Filología Hispánica y uno de los  escritores canarios más publicado y reconocido internacionalmente. Sus obras han sido traducidas al portugués, francés, italiano, alemán, croata, etc. Fue finalista del Prix Fémina a la mejor obra extranjera editada en Francia en 2005. Premio de Literatura Mercedes Pinto, premio de novela Alfonso García Ramos, premios Isaac de Vega, Taramela de relato corto, Premio del Encuentro Internacional de Literatura 3 Orillas, Almendro Artes & Letras 2013. Premio de Novela Benito Pérez Armas 2013.
Ha publicado seis novelas: El humilladero (1994), El año de la seca (1997), reeditado en 2011 por Tropo Editores, prólogo escrito por el Premio Nobel  de Literatura José Saramago, Campiro que (2001), Terramores (2005), La cueva de los leprosos (2010), Isla nada (2013), Todas las personas que mueren de amor (2015). Libros de relatos cortos como Las mareas brujas (1991) y Mareas y marmullos (2011). También  ha trabajado la literatura juvenil en El naufragio de los mapas (1998) y Omar el cangrejo (2004). En 1995 publicó un libro de entrevistas titulado Escritores en su tinta. Su obra poética la integran Fósiles o armaduras del tiempo (1989), Ángulos de la medianoche (1990), Altamarinas (1997) y la antología poética Mar en tierra (2002), El equilibrista y los jardines (2013).