martes, 18 de enero de 2011

El desahucio


Mi vecino Dionisio estaba sentado sobre un baúl en el jardín. Rodeado de muebles a medio embalar, bolsas de plástico llenas de enseres, cajas de mudanza, inmóvil en medio del trajín de hombres de gris que entraban y salían de la casa, sacando sus pertenencias y ubicándolas en camiones. A pesar de su nombre ese día no hacía honor al dios griego. Tenía la cabeza ladeada y ligeramente inclinada, la vista extraviada en las raíces del césped y el rostro desencajado. Su abdomen destacaba por la posición sedente que había adoptado, los mofletes caídos y la cabeza brillaba lisa como una pista de hielo. No se me ocurrió mejor frase que ofrecerle un café que rechazó con un seco no. Supongo que la negación fue el artilugio más contundente que encontró en ese instante para negar su propia realidad. Trabajó duro en su empresa de materiales de construcción y renunció a tanto para comprar aquel adosado en las afueras de la ciudad. Sembró césped, plantó dos naranjos y unos cuantos rosales por deseo de su mujer. Águeda, que no me desagradaba pero a veces evitaba entrar por la puerta principal para no tener que encarame con ella.
Su lenguaje ampuloso, el tono untuoso y la mirada de mujer recién instalada en un nuevo escalafón social, me causaban cierto hastío. Ese día él estaba solo. Me senté a su lado. Me contó que no tenían donde ir y de momento vivirían separados: él con sus padres y ella en casa de una hermana. Lo peor vendría después con el regreso de los hijos del extranjero, a ellos no tenía donde ubicarlos. Torpemente esgrimí la esperanza de tiempos mejores. Ya no tengo edad, me dijo, a sus casi sesenta años se sentía derrotado. Invirtió tiempo y dinero en construir su mundo, ahora reducido a una orden de desahucio por impago. Y ya no le quedaban fuerzas para disertar acerca de lo justo o injusto de sus circunstancias y su imaginación, me aseguró, registraba el índice más bajo de cotización de toda su historia. Colocó su pesada y sudorosa mano sobre mi antebrazo que apretó mientras me decía que yo era una mujer joven y el mundo estaba a mis pies; él, sin embargo, carecía ya de queroseno para su motor. Siempre fue muy mecánico en sus expresiones. Quiero pedirle algo, me soltó enfocándome con sus ojos acuosos, que regrese a su casa, cierre las ventanas, corra las cortinas y no mire cuando salga el último vehículo de la mudanza. Piense, añadió, que me he trasladado a otro lugar por motivos de trabajo.
Entré en mi vivienda que la sentí como mi verdadera piel. Ejecuté su deseo. Después me serví una copa de Humboldt dulce y escuché un disco de Billie Holliday. A la caída de la tarde, cuando los tonos oscuros y rojizos del atardecer se colaban por las persianas, salí a la puerta y vi que la casa de al lado permanecía cerrada. Me dije, Dionisio no se habrá marchado al Monte Olimpo, tal vez ahora navegue lejos de la laguna Estigia; sí, es posible que se haya adentrado en un desierto de dunas cambiantes y oasis lejanos antes de regresar de nuevo a la ruta por donde transitamos los demás, la urbanización la Cañada de Los Lobos.

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