domingo, 29 de abril de 2012

La órbita de un recuerdo





La punta del lápiz dejaba una estela negra sobre el papel. Mis dedos lo aferraban con fuerza para que las líneas no se desviaran. Formé pulseras sobre una vía láctea imaginaria a las que les colgaba planetas. Poco a poco el sistema solar se fue completando. La clase permanecía en silencio. Cuando comencé a girar alrededor de Saturno, la puerta se abrió como si la abatieran los alisios. César Millán irrumpió en el aula. La maestra fue hacia él. Le pidió que se calmara y trató de sacarlo al pasillo pero él la empujó. Todos abandonamos nuestras galaxias y atendimos a su ruidosa conversación. «No permitiré que acabes con nuestra relación». «Sabes que esto no puede continuar». «Amelia —me pidió nerviosa— vete a buscar a la directora». Pero César me cerró el paso. Furioso, rodeó su cuello con las manos y la zarandeó. El rostro asustado de la maestra se difuminó en una nebulosa como la que envolvió el espacio sideral de mi dibujo.
Recordé aquel día en el que un Mini Morris, de techo negro y laterales granate, se arrastraba sinuoso como un sarantontón por la carretera de lombriz que subía hasta Bórcor. Una llovizna de principios de otoño se filtraba entre las acacias y los laureles de la plaza mayor. Bajo los árboles o la techumbre del quiosco contemplamos la llegada de la nueva maestra que conducía su auto. Una mujer de mediana edad que vestía un traje de oro refulgente,  sandalias mostaza de tacón y rostro intensamente maquillado. Venía acompañada por su marido, Héctor Galván, el flamante juez de paz. César Millán, concejal, la saludó a ella antes que al juez. Les presentó a algunas autoridades y le indicó su nueva casa. 
Hasta aquel día mi vida giraba en torno al universo de mi familia. Cuando la abuela viajaba a la ciudad siempre me traía cuentos con la forma recortada del protagonista. Así, antes de abrirlo pasaba el dedo índice por las orejas arqueadas de un ratón, las triangulares de los cerditos o las volutas laterales de los osos. Si me aburría acudía a la casa de mi bisabuela. Una mujer con el coraje de los huracanes. De joven comerciaba con los ingleses. Pertrechada de frutas partía del sur de la isla, remontaba los barrancos, subía a las montañas y descendía al otro valle. Sus peripecias, las noches a la luz de la luna o de un farol, con la ventisca en contra, la lluvia, y el frío siguiendo sus pasos o la visita helada de la nieve, las relataba a su corrillo de amigas que, tazas de café en mano, las aderezaban con historias de desconocidos despeñados por las laderas, acuchillados en cuevas, mujeres que aparecían y desaparecían entre la niebla o los llantos de niños que nunca se encontraron. Imagen, en blanco y negro, de viudas, vírgenes que no fueron amadas y esposas varadas en el mismo lugar que sus maridos las abandonaron por Cuba o Venezuela, y que practicaban el trueque de historias para ahuyentar el tedio de la vida.

La maestra nos abrió las puertas de ciudad marítima, Las Palmas de Gran Canaria, cosmopolita, con un gabinete literario, teatros, cines, ópera. Nos trajo algo desconocido, palabras que rimadas contaban historias. Y nos presentó a Rubén Darío, a Juan Ramón Jiménez, a Gabriela Mistral, a Góngora o al Lazarillo de Tormes.

Le tiré del pantalón pero me apartó de un manotazo. La maestra se zafó de sus garras, cruzó un pupitre y comenzamos a gritar y golpear las mesas hasta que llegaron otros maestros que lo sacaron a la fuerza.

Esta noche en el Llano de Ucanca, rodeada de mis alumnos de Bachillerato, mientras les señalo las constelaciones, sus nombres y sus formas, recuerdo ese día en el que mi padre pasó a ser sólo César Millán.

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Foto tomada de imágenes de Google