jueves, 4 de febrero de 2016

La mirada del saurio





Cuando Campiro, con C de cumbre en la novelística de Víctor Álamo de la Rosa, sube al Mareas Brujas, navega hacia el Mar de las Calmas, levanta la caña, la enarbola y el anzuelo, ávido, se precipita al agua, no va a capturar alfonsiños. Pescará a los lectores que vienen de El humilladero, El año de la Seca, Terramores, La cueva de los leprosos e Isla nada. También a los que se zambullen, por primera vez, en el oleaje de Isla Menor. Y atrapará, de nuevo, a quienes se adentraron en ella en la edición de 2001. En cualquier caso, en Campiro que, todos serán arrastrados por las corrientes de las páginas y seguirán, a pie, a nado, a la carrera, en tropel o al galope, los pasos de este pescador que sufre del amor y sus abismos. Y el viento que azuza y empuja la sal a las grietas de sus heridas por un territorio luminoso como cavernario, frondoso como desequido, dulzón como salobre, convulso como en calma.
Campiro, cuando conoce a Celedonia Jesús, cree que en encontrar la clave de una pasión podría residir el misterio de la felicidad. Pero en aquella isla diminuta, trasunto de El Hierro, al sur del sur de Europa, detenida en su huida a América cuando se solidificaron sus lavas, irrumpe un científico y militar nazi, Hans Marcus Mull, que encontrará en la boca de Celedonia todo el estremecimiento y las turbulencias que le faltaban a su mundo exacto. Ella, de espíritu libre y desatado, volcánica y misteriosa, bebedora insaciable de semen, volará por el cielo, entre las cabriolas de la avioneta del alemán, con el mismo ímpetu con el que, a ras de mar, sumergirá en sus mareas al pescador enamorado. Y en ese ir y venir del cielo al mar y del mar al cielo, desatará las tempestades emocionales de tres personajes enfrentados al arrebato del amor, del territorio y de la historia.
Los vientos metálicos de la II Guerra Mundial avientan muerte lejos de la isla Menor y,  ésta, convaleciente de la Guerra Civil, deja que sólo los alisios ululen entre los pinos. Los isleños sobreviven inmersos en sus batallas interiores. Extraen del mar y de la tierra el escaso sustento, pescan alegrías en alguna fiesta, sueñan con la felicidad aunque esta dure el tránsito de una estrella fugaz. Y en ese fluir de lava espesa, irrumpe Hans Marcus Mull. Llega protegido por las autoridades militares de la recién estrenada Dictadura franquista. No sólo se dedica a recopilar datos de la población autóctona sino que también esconde un laboratorio de investigación genética. Tras esa, más que aparente actividad, es el encargado de unir la isla, por medio de su avioneta, con el ejército nazi en Río de Oro, norte de África. Porque bajo el pacífico Mar de las Calmas de isla Menor se ocultan dos submarinos alemanes, listos para intervenir en la contienda bélica.
Víctor Álamo construye desde este triángulo sentimental —triángulo que también tiene la forma de la isla—, un universo que proviene, en parte, de sus novelas anteriores y que en Campiro que se desata y alcanza la profundidad y solidez de ese magma literario que singulariza al escritor. Y en su juego continuo con el lenguaje, moldea las palabras como si fueran material de arcilla pero también las recrea, las transforma, las inventa: frondoverde, aldaboneando, amorodio o en la frase: la luz de la luna explotaba en el ambiente, ilunándolo con tibia desgana. Su prosa suena a música. Pero esa música que fluye a borbotones y armónica, no se compone con notas sobre partituras. El autor la ejecuta, piano, acompasada, sinfónica, allegro ma non troppo, trepidante como una polca, lamentosa o de aria, desde el sonido que destila la poesía.
La poesía que, en Campiro que, constituye la metáfora de una isla para náufragos. Está presente en su estilo, en el lenguaje, en el ritmo, en las constantes imágenes que el escritor construye, en poemas. Emergen referencias explícitas a los manantiales poéticos y narrativos del escritor como Lope de Vega, Góngora, Cervantes y El Quijote, Gracián, Gustavo Adolfo Bécquer o Federico García Lorca; anglosajones como Shakespeare, Wordsworth, Coleridge, Blake, Keats o Yeats, franceses como Baudelaire. En frases sumergidas: enamorado también hasta el polvo de los huesos, que evoca a Quevedo o en La princesa está triste ¿qué tendrá la princesa? en la que se escucha a Rubén Darío. En el personaje del poeta local, Alameda del Rosario, autor del Florilegio altamarino de varia poesía, un guiño irónico que nos hace Víctor Álamo de la Rosa. Pero, sobre todo, en ese poeta bardo que arrojan al mar, desde un barco, y es rescatado por Bruno el farero de Orchilla, Michael Hobbes. Su apellido —en alusión a la filosofía de Thomas Hobbes— ya es una metáfora dentro de la trama de la novela. Todo poeta es un náufrago en su isla interior recóndita, lejana, oculta, desconocida o que flota en mares prosaicos, como también son náufragos los incondicionales y apasionados lectores de versos que arriban a los poemas como a islas, pero para habitarse. Encontramos, en un diálogo del poeta inglés, versos que pertenecen al poema Correo certificado de Víctor Álamo. No es por tanto, un mero recurso literario, es una goleta que agita su velamen, como un personaje más, por los mares de todos los capítulos de Campiro que
La brillante estrategia narrativa no se ancla únicamente en el narrador omnisciente que como periscopio rola de una escena a otra, de una historia a la siguiente, de uno a otro protagonista. Su voz se diluye, en diferentes ocasiones, y emergen los personajes directos y bien ensambladas en el eje principal de la narración. Voces que vienen y van como olas que llegan a la orilla y sitúan al lector en el mismo plano, lugar y campo emocional. La destreza de Víctor Álamo permite que fluyan sin estridencias, sin alterar el tono narrativo, si acaso, le infunde una mayor intensidad.
El sexo es un mar constante, turbulento, dentro y fuera de la isla. Es lava que bulle incandescente en las profundidades de los personajes, explosiona y sus erupciones calcinan lo que encuentran a su paso.  Celedonia es boca de cráter, irresistible e insaciable, tubo volcánico por el que se perderán, una y otra vez, Campiro y Hans. Cada uno con su amor abrasador, herido, sangrante, doliente, desesperado, brutal que ametralla sus corazones y sus esperanzas amatorias, que los sitia. Ellos son islas-amantes unidos y separados por el mar de Celedonia. Son Ulises que no pueden evitar la atracción de los efluvios de la isla de los Lotófagos. Un sexo huracanado que nace, fluye y muere en una cueva. O bulle oculto, en el cuarto que preside un uniforme maldito, bajo la gorra de plato de un militar nazi. Sexo para salvarse, sexo como asidero a la felicidad efímera, pero felicidad, al fin y al cabo.
Sin ser estrictamente una novela coral, en el universo de los pueblos de Masilva y Rijalvo, convive un conjunto de personajes que rodean a los principales, unos se quedarán entre sus páginas, los hay que vienen o van a otras novelas del autor y, están, los reales. Es el caso de José Padrón Machín, cronista oficial de El Hierro, intelectual activo y comprometido con su isla recreada y que Víctor Álamo lo transforma en un personaje que se oculta en una caverna volcánica, después de un fallido fusilamiento, y que comparte suerte con el republicano Pancho Álamo.
La novela con reminiscencias fetasianas de los escritores canarios Isaac de Vega o Rafael Arozarena, del Siglo de Oro español, de la narrativa de América Latina, se expande —como es propio en la literatura de Víctor Álamo— en múltiples pliegues, en varios niveles que se superponen y bifurcan. El hombre y la mujer enfrentados a una geografía implacable, a la búsqueda irrenunciable, por tierra, mar y aire, de la huidiza felicidad, el deseo de la belleza que no impide bregar con el hedor, embarrarse en lo escatológico y tragar humores y vomitar bilis. Pero también es un gran canto a la literatura. A las herramientas que la hacen posibles, a las palabras que el autor esculpe con pasión y a la tinta que las visibiliza. Y no en vano las letras las dibujan los espejismos de los lagartos, las enuncian los nombres de los personajes y hay una historia que se escribe en un rostro porque no había otro soporte posible, siquiera un mendrugo de papel que echarse al bolígrafo.
El lagarto de los Roques de Salmor es el gran y recurrente símbolo de la literatura de Víctor Álamo. La Isla Menor es el reptil autóctono, de apariencia volcánica pero magma en su fondo. Por sus cavidades fluye la vida turbulenta, secreta, apasionada, terrible, reseca o salada, pero que, en cualquier momento, puede ser erupción. El lagarto asomado en las paredes, encaramado en los riscos o entre cascajos, simula mirar como si en su interior nada sucediera. El lector debe tener en cuenta que desde cualquier página los ojos de uno, de dos, de decenas de lagartos lo están acechando. Puede que en ese ímpetu lector, le pasen desapercibidos. Son silenciosos, de movimientos rápidos, pero contemplativos. Están atentos a las expresiones, a las miradas divertidas, inquietantes, lujuriosas, felices, asustadas, concentradas, impacientes, horrorizadas, voyeristas, complacientes, entusiasmadas ante la lectura de Campiro que. Sin duda, una excelente novela que trasciende más allá de la literatura canaria, donde sumergirse a grandes profundidades literarias. No olviden, los lectores, que detrás de esos ojos vivaces de piel barroca, quien mira, quien observa, quien tira del hilo de la historia, agazapado, en el tiempo y en la mirada de los saurios, es el escritor.

Campiro que
Tropo Editores, 2015





Víctor Álamo de la Rosa nació en Santa Cruz de Tenerife en 1969. Es Licenciado en Filología Hispánica y uno de los  escritores canarios más publicado y reconocido internacionalmente. Sus obras han sido traducidas al portugués, francés, italiano, alemán, croata, etc. Fue finalista del Prix Fémina a la mejor obra extranjera editada en Francia en 2005. Premio de Literatura Mercedes Pinto, premio de novela Alfonso García Ramos, premios Isaac de Vega, Taramela de relato corto, Premio del Encuentro Internacional de Literatura 3 Orillas, Almendro Artes & Letras 2013. Premio de Novela Benito Pérez Armas 2013.
Ha publicado seis novelas: El humilladero (1994), El año de la seca (1997), reeditado en 2011 por Tropo Editores, prólogo escrito por el Premio Nobel  de Literatura José Saramago, Campiro que (2001), Terramores (2005), La cueva de los leprosos (2010), Isla nada (2013), Todas las personas que mueren de amor (2015). Libros de relatos cortos como Las mareas brujas (1991) y Mareas y marmullos (2011), Todas las personas que mueren de amor, Premio Benito Pérez Armas (2015). También  ha trabajado la literatura juvenil en El naufragio de los mapas (1998) y Omar el cangrejo (2004). En 1995 publicó un libro de entrevistas titulado Escritores en su tinta. Su obra poética la integran Fósiles o armaduras del tiempo (1989), Ángulos de la medianoche (1990), Altamarinas (1997) y la antología poética Mar en tierra (2002), El equilibrista y los jardines (2013).