El mar se abre ante la quilla del barco como una mujer se expande bajo su amante y se hace espuma revoltosa que amaga con trepar por las paredes del casco rojo óxido. Palabras secuestradas por el viento caen a mí alrededor y me alejan de la contemplación del océano herido. Fragmentos de frases vienen y van y no sé de quién provienen. El aire salado azota cuando los rayos del sol descienden fláccidos, limonados y me obligan a buscar abrigo. A medida que avanzo por cubierta la voz es más nítida, incluso grita, paso a su lado y no me ve. Es una mujer entrada en años, alejada de los cincuenta y merodeando por la década siguiente. Su rostro no se contrae, la piel permanece tensada y recubierta de una pátina grasienta de la que parece refulgir bajo una amplia pamela. Sus manos son huesudas rematadas por unas uñas largas de esmalte blanco y en su dermis el tiempo ha cumplido su venganza pintándolas de pecas; con una aprieta el teléfono contra el rostro y con la otra sostiene un cigarrillo que se deshace en cenizas. Está sentada en una hamaca y si no estuviera a cubierto de unas grandes gafas de sol italianas aseguraría que su mirada se pierde en la cada vez más desdibujada costa. Me resulta familiar, como si la conociera de algo o la hubiera visto antes, es el timbre de su voz aguardentosa el que me permite identificarla; sí, es Nora Valentín, aquella estrella de cine y de teatro tan popular en los años ochenta.domingo, 10 de julio de 2011
Voz de mar
El mar se abre ante la quilla del barco como una mujer se expande bajo su amante y se hace espuma revoltosa que amaga con trepar por las paredes del casco rojo óxido. Palabras secuestradas por el viento caen a mí alrededor y me alejan de la contemplación del océano herido. Fragmentos de frases vienen y van y no sé de quién provienen. El aire salado azota cuando los rayos del sol descienden fláccidos, limonados y me obligan a buscar abrigo. A medida que avanzo por cubierta la voz es más nítida, incluso grita, paso a su lado y no me ve. Es una mujer entrada en años, alejada de los cincuenta y merodeando por la década siguiente. Su rostro no se contrae, la piel permanece tensada y recubierta de una pátina grasienta de la que parece refulgir bajo una amplia pamela. Sus manos son huesudas rematadas por unas uñas largas de esmalte blanco y en su dermis el tiempo ha cumplido su venganza pintándolas de pecas; con una aprieta el teléfono contra el rostro y con la otra sostiene un cigarrillo que se deshace en cenizas. Está sentada en una hamaca y si no estuviera a cubierto de unas grandes gafas de sol italianas aseguraría que su mirada se pierde en la cada vez más desdibujada costa. Me resulta familiar, como si la conociera de algo o la hubiera visto antes, es el timbre de su voz aguardentosa el que me permite identificarla; sí, es Nora Valentín, aquella estrella de cine y de teatro tan popular en los años ochenta.
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